Lo más normal posible
Se observa, así, la incongruencia en el origen mismo de los procesos políticos y que, en el caso de la futura administración federal, no será distinto.
Lo más normal es que, cuando una fórmula y las estrategias funcionan, se decida no cambiar nada de aquello cuyos resultados están más que probados. Así lo han demostrado las tradiciones y costumbres de la cortesilla política que, durante décadas, han ocupado lugares de privilegio en la administración pública. Y no se trata de hablar acerca de esa caprichosa simbiosis que suele establecerse entre la longevidad, el poder político y las dulzuras del presupuesto, sino de aquello que, justamente, lo hace posible.
En ese sentido, los cambios de sexenio suelen ser tan relevantes como, al mismo tiempo, un escenario para esa especie de teatro del esperpento en el que sus personajes suelen mostrarse como una colección de absurdos y tragicómicas caricaturas de aquello que, en otros tiempos, solía conocerse como la honorabilidad. Y es posible que esto pueda entenderse bajo una lógica muy sencilla que, como siempre, suele resumirse en algunas de las frases populares con las que solemos describir ese doloroso camino, existencial y metafísico, en el que ciertas heroínas y héroes del mundillo político suelen embarcarse —más allá de sus principios y su frágil humanidad— para librar esa batalla por construir país y un mundo cada vez más justo, en el que la transparencia en las decisiones del gobierno sea cada vez más evidente, en el que no exista ningún tipo de corrupción, que sean adalides de una educación referente de progreso científico-tecnológico y, claro, erigirse como faros en su lucha contra el crimen organizado sin una militarización de la vida pública. Vaya, ante el cumplimiento sin excusa y a cabalidad de sus obligaciones, no hay manera para agradecerles el inigualable trabajo que han realizado durante los últimos cien años.
Por ejemplo, jugando un poco a la corta memoria, al observar los rituales que ha implicado el próximo cambio de administración, de inmediato aparecen frases como “santo que no es visto no es adorado”, “el que se mueve no sale en la foto”, “ a ningún tonto le amarga un dulce”, “en tiempos de amigos, hay higos”, “quien quiere la rosa, aunque le pique no le enoja”, “viento que corre muda la veleta” y tantos, tantos más, que, bien aplicados, nos regalan una descripción de nuestra cortesilla política. Y, a pesar de no ser algo nuevo y diferente, la aparición de personajes cuya trayectoria política no sólo es el ejemplo de quienes, en su momento, eran férreos opositores al llamado obradorismo, sino de aquellos que han sido señalados por alguna cuenta pendiente con la justicia, lo cual nos habla de una de las mejores estrategias de purificación que llevó a cabo el presente sexenio.
Y, aunque aparecen nombres diferentes en el gabinete de la Presidenta electa, al observar el entramado de relaciones y vínculos que se establecieron durante los últimos seis años, se entiende que se brindará continuidad a los milagrosos actos circenses. En efecto, como solía suceder en otros tantos sexenios, ya que el peso de las deudas, los compromisos, el pago de favores, el cálculo de los beneficios políticos y los secretos que guarda la corrupción son los códigos que determinan el movimiento de las fichas en el tablero de un país en el que todo esto, al final, resulta tan normal, que no sucede nada. Como, por ejemplo —y sólo por citar un pequeño detalle—, el nepotismo, ese murmullo en altavoces con el que se suelen cerrar los pactos del poder y se establecen las alianzas que son de las mejores herramientas en la consecución de sus objetivos.
Quizá estos usos y costumbres de la cortesilla son tan habituales que, ante la incongruencia de quienes se proclaman diferentes —asumiéndose como los más altos símbolos de los referentes morales y éticos con la frase “no somos iguales”—, la reacción de la sociedad es poco menos que insulsa. No es algo que importe, pues se observa como “normal” entre quienes han asumido el gran reto de dirigir al país rumbo a esos paraísos prometidos en campaña. Se observa, así, la incongruencia en el origen mismo de los procesos políticos y que, en el caso de la futura administración federal, no será distinto —según se puede concluir en esa suerte de reality en el que se ha convertido la designación de las y los miembros del futuro gabinete—. Y tampoco parece incomodar a nadie, pues es lo más normal posible.
Sin embargo, ahí están los nombres, sus historias, con sus rostros sonrientes, pues inicia la nueva oportunidad de que el manto de la pureza aun siga cobijando la milagrosa conversión de la que se han beneficiado. Los dados están echados y, claro, ya sabemos en qué han terminado los puritanismos a lo largo de la historia. Y mientras esta tragicomedia se desarrolla, la violencia en el país sigue en aumento.
