La naturaleza del enemigo
Ante los enemigos reales o imaginarios la ecuación del maniqueísmo resulta infalible.
No cabe duda que, en el caso de nuestra historia, durante años se ha terminado por perfeccionar una de las cartas más poderosas con las que pueda contar cualquier figura presidencial y que se emplea a la mínima oportunidad. Infalible es la bandera que se ha confeccionado desde que la historia es el campo ideológico mejor sembrado por quien entiende la importancia de subrayar nombres, fechas y, por supuesto, erigir monumentos a los próceres que sean las piezas clave para apuntalar su interpretación del pasado. Así, el llamado nacionalismo se convierte en un eje a partir del cual se puede enfrentar todo tipo de problemas y resolverlos con la eficacia que resulta de jalar los hilos más finos de esa bandera en la que se envuelve quien necesita protagonizar ese cuadro de costumbres, con toda su dimensión tragicómica.
Se puede decir que es una suerte de botón que, si se activa, de inmediato se ponen en marcha los engranajes de una visión de la historia en la que deben existir los buenos y los malos, las y los que son el ejemplo de los valores que todo sexenio necesita consolidar en quienes son sus incondicionales. En efecto, se va construyendo un discurso en el que se impone una interpretación –a modo– de la historia, con base en el maniqueísmo más elemental, que siempre favorecerá a quien coloca esta carta en la mesa.
Así, no sólo resulta interesante observar cómo se determina esa suerte de constelación de personajes que orientan la navegación ideológica y que auxilia a su tripulación cuando tienen frente a ellos la amenaza de ese escollo que es la realidad. Sí, ese peligro latente que, en ocasiones, se puede eludir con la gracia del discurso que se articula con la tinta de la soberanía y el patrioterismo más chabacano, pero que tanto nos gusta como sociedad. No hay falla en la estrategia: ante los enemigos reales o imaginarios, cuya existencia determina el sexenio en turno, la ecuación del maniqueísmo resulta infalible. Y, dicha estrategia, ha sido explotada ad nauseam por el sexenio pasado y durante los pocos meses de la actual administración.
Ya no resulta extraño observar el sentido de las figuras tutelares que estableció el gobierno de López Obrador desde el primer día de su mandato. Figuras que permitían calzar los cimientos ideológicos de su Cuarta Transformación y brindarle un siempre oportuno referente discursivo –en sus dimensiones escrita y visual–. Sin embargo, no se puede dejar de lado que, de manera paralela y para que esta constelación adquiriera una mayor preponderancia, también se fijaban en la memoria los nombres de esos enemigos que se convierten en los “blancos” perfectos de sus dardos ideológicos. Así, por ejemplo, a la figura de Benito Juárez se le confirió una dimensión que sólo puede equipararse a la maldad que no se le deja de enfatizar a Porfirio Díaz. Lo mismo resultó con Felipe Calderón y los conservadores frente a quienes se autoproclamaron los adalides del “no somos iguales”, quienes se consideran estar del lado “correcto” de la historia y los que se definen como referentes de una moral intachable que, por cierto, ha terminado por alimentar la irracionalidad y el fanatismo más contradictorio. Bajo esa lógica, se considera traidor a quien no está en ese lado de la banqueta. Vaya problema de apreciación.
Así, mientras se avecina esa suerte de tormenta que implican las amenazas del presidente electo de los Estados Unidos y del gobierno de Canadá –ante la migración y el T-MEC, respectivamente– que tendrían implicaciones económicas, políticas y sociales muy complejas, se han encendido los ventiladores para que ondeen las banderitas del nacionalismo y la soberanía. Y no hay mejores enemigos y objetivos de esta retórica que quienes han sido señalados a lo largo de la historia. En efecto, esta coyuntura favorece a observar lo que sucede en nuestro vínculo con el exterior –con toda la parafernalia chauvinista–y restarle atención a la problemática que ocurre en nuestras propias calles.
Porque no hay enemigo más poderoso para la sociedad y el país que quienes han sembrado de violencia y muerte en nuestros días. En efecto, no sólo se trata de señalar al crimen organizado: también a quienes, gracias a su corrupción, le han permitido constituirse como un poder de facto que decide la suerte de nuestra cotidianidad. Sin embargo, ese factor no se alcanza a observar en la retórica maniquea del gobierno ni en la lógica que determina la traición, pues sería como perseguir a su propia sombra. Algo no cuadra en esta percepción entre la realidad y aquello que se envuelve en la bandera de una soberanía que pareciera depender únicamente de la posible injerencia de gobiernos extranjeros. En efecto, ese discurso desvía la atención de todo lo grave que sucede en el país y que dinamita esa idea de soberanía que tanto se proclama. Tal vez a Judas le hubieran gustado los pambazos.
