La levedad de la costumbre

Durante el sexenio pasado el señalamiento público se convirtió en espectáculo

Dice la frase popular que la costumbre resulta más fuerte que el sentimiento amoroso y, además, es posible que, en cierto momento de la vida, nos percatemos que, en efecto, puede ser muy cómoda e implicar tan poca exigencia de observación que muchas cosas pasan inadvertidas ante nuestra mirada. Tal vez dejamos de distinguir la belleza en los pequeños signos de lo cotidiano; pero, quizá, también hemos optado por convivir, cada vez sin la menor sorpresa, con todo aquello que nos indica que, como sociedad, estamos parados en el límite de lo irracional, sosteniendo los delgados hilos de la tolerancia y la democracia, de la libertad y la dignidad, que se estiran día con día, mostrándonos signos de que están a punto de quebrantarse entre nuestras propias manos. Ah, la levedad de semejante costumbre.

Así, más allá de las argucias a las que nos tienen acostumbradas y acostumbrados quienes conforman esa pequeña cortesilla política, no dejan de ser preocupantes los discursos y mensajes que se articulan desde el oficialismo y su incuestionable feligresía con respecto a la posibilidad de disentir, de externar opiniones y consolidar posturas que no sean las señaladas por esa suerte de “pensamiento único” que los define. El mundo reducido al blanco y negro en el que han decidido la validez de uno solo.

Hace unas semanas, la atención y los objetivos de sus dardos se concentró en quienes, a pesar de formar parte del corifeo del oficialismo, no dudaron en señalar que la llamada reforma judicial también implicaba riesgos y peligros para la vida democrática del país, que tomar decisiones sin un mínimo de análisis y crítica –sólo porque se debía seguir el guion impuesto desde el Poder Ejecutivo y bajo el argumento de los designios de su entelequia favorita que se resume en el término pueblo– era un catálogo de cuarteaduras. Y, claro, las reacciones ante dicha posibilidad de opinar y expresar algo diferente a los designios del “partido” no se hicieron esperar, pues en su idea maniquea del mundo, no cabe quien plantea algo diferente, quien piensa de manera distinta, que se atreve a criticar, cuestionar y mostrar otra interpretación de la realidad con argumentos que van más allá de ideologías trasnochadas.

Quizá más de una persona observó, con cierta ironía, que ese es el costo que pagan quienes han sido parte de la consolidación de semejante manera de entender la realidad del país, que aplauden y han rendido pleitesía a la figura central del presidencialismo, además de favorecer las estrategias populistas que caracterizan a los últimos dos sexenios. Algo similar ha ocurrido, durante estos días, con el senador Javier Corral, ¡quien se atrevió a votar en contra de la desaparición de los organismos autónomos, que, por cierto, han sido tan importantes para nuestro país en las últimas dos décadas! Baste observar lo que se dice, lo que se escribe, lo que se subraya ante semejante acción de desobediencia y traición. Pero, ¿qué se traiciona?, ¿qué se desobedece? Insisto, más allá de los enredos políticos y el melodrama del oficialismo ante semejante decisión –es curioso, en el corrillo de las redes no se dejan de señalar los “beneficios” que obtuvo el senador Corral con el cambio de colores partidistas, con su moral chapulineo– no puede pasar inadvertida la intolerancia e irracionalidad que se va fraguando en cada palabra. Así las muestras de inigualable tolerancia, libertad democrática y espíritu republicano del corifeo oficialista. Si bien, durante el sexenio pasado el señalamiento público se convirtió en espectáculo, hoy no podemos acostumbrarnos a que las cosas deben ser semejantes.

Y, por cierto, para que no falte el contraste y la paradoja que últimamente nos caracteriza como sociedad, el día de ayer se inauguró la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, una de las máximas actividades editoriales y comerciales del ámbito cultural que se viven en el país. En efecto, un espacio en el que existe la posibilidad de opinar, disentir, analizar y cuestionar desde la trinchera de cada persona. Donde tirios y troyanos pueden andar en los mismos pasillos con la posibilidad de comprar un libro, de compartir un foro y ser escuchados bajo las condiciones que el diálogo democrático y libre exige. En efecto, como toda actividad humana, se aplaudirán sus aciertos y se valorarán los posibles errores; sin embargo, no pueden pasar inadvertidas las palabras de algunos distinguidos miembros del corifeo del oficialismo que reducen la importancia y dimensión de esta feria a su pequeña dicotomía ideológica que, por cierto, no deja se hacer eco entre algunos de sus militantes. Acostumbrarnos al peligro de ese reduccionismo es tensar los hilos que aún sostienen a nuestro país.

Sí, mejor vayamos a buscar ese libro que nos invite al placer, al gozo, a disfrutar de su lectura. ¡A leer!

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