Camino de un solo sentido
Lo que ha ocurrido durante los últimos días ante el proceso electoral de Venezuela es una invitación a colocarse frente al espejo de nuestra propia memoria.
La historia es un referente que suele perderse entre los telones que enmarcan las expresiones teatrales del mundillo político en turno. Sabemos que la memoria es un pilar sobre el cual podría sostenerse el presente y a partir del cual se lograría vislumbrar el futuro de una sociedad que no olvidara todo aquello que ha implicado ser un país cuya libertad no estaría sujeta a caprichos políticos ni a la locura de ningún tipo de fanatismo.
Si lo observamos con la claridad y rigor que lo exige todo análisis, más allá de la evidente miopía a la que invita el arrebato pasional que genera el presidencialismo de más fino talante o el desdén que esconde detrás del abstencionismo, el proceso electoral de nuestro país no dejó de articularse como una maquinaria que funcionó puntualmente desde las campañas de 2018 y que se coronó con los resultados de lo que sucedió el pasado 2 de junio. Las preguntas acerca de este proceso quedarán allí, colocadas en la mesa del tiempo a la espera de ser respondidas por quienes sean capaces de armar el rompecabezas y, así, descifrar el galimatías de lo que se ha entendido por democracia durante los últimos años. Claro, esto bajo la lupa de una memoria histórica, que, al parecer, también ha sido registrada como de uso exclusivo de quienes hoy forman parte del oficialismo —mientras la llamada oposición bucea entre el fango de su historia tratando de buscar la brújula que perdió hace mucho tiempo—
En efecto, la historia se esconde entre los telones que engalanan la tragicomedia de nuestros días, sí, aquella que nos señala el peligro que es apostar y validar lo que pone en riesgo la libertad, la democracia y la constante búsqueda por la justicia. Y, si bien nada es tan relevante como la propia experiencia, lo que ha ocurrido durante los últimos días ante el proceso electoral de Venezuela es una invitación a colocarse frente al espejo de nuestra propia memoria y observarnos como una sociedad que, durante décadas, buscó alejarse de aquello que hoy se esconde bajo el manto del fanatismo más trasnochado.
Ha resultado un poco más que ingenuo esperar una postura contundente por parte de nuestro gobierno —ante el posible fraude electoral y la represión que ha sufrido la sociedad venezolana— cuando Nicolás Maduro ha sido objeto de las simpatías oficiales y, por ejemplo, fue recibido como huésped distinguido durante la VI Cumbre de Jefas y Jefes de Estado de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Bastaría con destinarle un poco de tiempo a buscar los videos del mencionado acto y explorar los discursos oficiales que se pronunciaron en aquella ocasión y, por supuesto, a lo largo de este sexenio, como para entender en dónde se encienden las simpatías del obradorismo: son las mieles de la retórica en la que se regodea el populismo. Y, que tampoco quepa la duda, bajo esta simplificación discursiva por explicar la historia a la luz del maniqueísmo —lo que aceita la maquinaria ideológica de la llamada Cuarta Transformación—, se ha validado el autoritarismo de un régimen que mantiene las fuerzas de seguridad y a su aparato militar como sus principales artífices.
Así, los telones envuelven el espejo que se va empañando con nuestro propio aliento y bajo los galimatías que se van trazando. Porque en eso se pueden resumir las discusiones acerca de lo que sucede en Venezuela: el desarrollo de una retórica comodina y de memoria selectiva cuando se habla acerca de la libertad y la democracia. Por ejemplo, justificar la medianía de la postura oficial bajo los principios de la no intervención —que caracterizó a nuestro país durante décadas y que se convirtió en un buen recuerdo ante la sonrisa de Evo Morales— es algo que difícilmente se puede avalar en nuestro país. Por ello, no resulta extraño que, detrás de cada uno de los dobleces de los telones, lo que está en juego es la democracia en sí misma y, ante los albores de la posible desaparición de los organismos autónomos que pueden ser garantes de objetividad, transparencia y el contrapeso del poder gubernamental —como el propio INE— las noticias que nos llegan más allá del ecuador nos despiertan suspicacias; no podemos permitirnos un gobierno que sea árbitro, juez y protagonista de las elecciones, ni que bajo el pretexto de la libertad de expresión se influya de manera absurda en las campañas. Tampoco podemos avalar un Estado que sea el principal organizador y promotor de las campañas del partido oficial. Y mucho menos cuando se apuesta por una militarización de la seguridad nacional cada vez más evidente.
Aún está mucho por escribirse en la historia de Venezuela, y también en nuestro país, frente a un espejo que nos revela una imagen cada vez más borrosa. ¿Qué sigue? Continuar trabajando por la libertad, es el camino de un solo sentido.
