Bajo la sombra de lo ominoso
La llamada “nota roja” se podía leer bajo la advertencia de lo que se hallaba entre sus páginas
Hace unos días, en cuestión de un profundo suspiro, la vorágine de lo ominoso terminó por devorarnos una vez más. La brutalidad y el salvajismo sentándose a nuestro lado en la mesa del café, en la sala de las conversaciones, en el transporte público. Mientras el galimatías de lo cotidiano nos envolvía en esa suerte de automatismo que es la costumbre, una especie de descarga eléctrica provocó que nuestra respiración se detuviera y miráramos hacia a cualquier otro punto de aquello que nos rodeaba. Y no era para menos.
Apenas unos años atrás, nuestra percepción de lo que sucedía en nuestro país –o en el mundo– estaba definida por aquello que podíamos observar en los noticiarios televisivos, escuchar en los diversos programas radiofónicos o dependía de la sensibilidad del editor del periódico que se acostumbrara a leer. Las imágenes y las palabras se engarzaban bajo el matiz de quienes decidían el estilo del medio de comunicación. La llamada “nota roja” era una opción más y se podía leer bajo la advertencia de lo que se hallaba entre sus páginas.
Sin embargo, como se ha planteado en muy diversos momentos y espacios, ante el devenir de una tecnología cada vez más desarrollada que ha propiciado la rapidez en la propagación de la información y, por consiguiente, la irrupción de las redes sociales, las reglas de ese juego han cambiado drásticamente. Así, bastó con abrir las redes sociales para que lo ominoso terminara por envolvernos gracias a una imagen abominable y que sólo es un referente del salvajismo que, día con día, se impone en las calles, en las casas, en el transporte público, en los lugares de trabajo. En nuestra vida.
Suele decirse que el lenguaje tiene límites que son infranqueables y, quizá, es cuando entendemos que la imagen adquiere un poder que nos enmudece y hace eco en nuestro espíritu esa suerte de estruendo silencioso y de lo indescriptible. Quizá hablar de lo abominable y terrorífico se queda corto cuando observamos el cuerpo sin vida –y mutilado– de Alejandro Arcos Galán, asesinado el fin de semana pasado, a tan sólo seis días de rendir protesta como alcalde de Chilpancingo. Sí, dos palabras que apenas describen el horror y son como un simple boceto del salvajismo al que gradualmente nos hemos acostumbrado. Imágenes que, con su propio lenguaje, nos hablan de ese callejón sin salida en el que nos encontramos, como sociedad y seres humanos.
Más allá de la especulación y los intentos por imponer una narrativa afín al gobierno en turno –expertos en crear brumas que desorienten el análisis y la atención– en el que no se ponga en la mesa de los cuestionamientos a la nueva administración ni al gobierno local, es necesario subrayar lo que experimentamos, como individuos, cuando una noticia así, cuando ese tipo de imágenes pueden acompañar los momentos más íntimos y cotidianos de la vida. Y todo lo que nos hemos permitido aceptar y asimilar –como parte de lo que ocurre diariamente desde hace algunos años–, con la brevedad del horror que se afinca en el patio vecino: desde aquellas imágenes de personas colgadas en los puentes o arrojadas a las calles hasta la decapitación de Arcos Galán hemos transitado un siniestro camino del que no será fácil retornar cuando la apología de la violencia genera un buen mercado. Hay mucho por hacer y, que se subraye, eso no dependerá del discurso oficial y sus cuestionables políticas educativas y culturales: en realidad el protagonismo radicará en una sociedad que tome las riendas de un proceso civilizatorio a través de la educación.
Por cierto, también es necesario enfatizar y grabar en la memoria de la ignominia, uno de los ejemplos que retrata lo que ha sido el discurso oficial ante la violencia, los asesinatos y los cuestionamientos que se derivan de esta realidad: que no se olviden las palabras del gobernador oficialista Cuitláhuac García quien, al hablar del terrible asesinato del artista Víctor Muro, intentó armar una serie de malabares que lo llevaron a descalificar y minimizar semejante acto de la barbarie al menospreciar su profesión. Quizá también valdría la pena traer a este capítulo de la memoria las palabras del gobernador Rubén Rocha Moya al referirse al asesinato de Juan Carlos Sánchez –consumado el 21 de septiembre– como “un caso de daño colateral”. Así podríamos enumerar y citar las diversas ocasiones en las que se terminó por imponer la retórica del funambulismo que ejecuta suertes entre el oprobio y lo absurdo.
¿Hasta cuándo dejaremos de quebrantar los límites de la civilización y permitir que lo ominoso se siente en nuestra mesa arrebatándonos la respiración? Así es, cuando comprendamos que el futuro no se cifra en un gobierno que ha montado –al menos así fue durante el sexenio anterior– su propia retórica de la evasión creando realidades alternas. Tenemos mucho trabajo por delante.
