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Expresiones

Fedro Carlos Guillén, novela por entregas para el siglo XXI

A partir de hoy, Excélsior publicará, cada sábado, un capítulo consecutivo de la nueva novela del escritor y científico mexicano, quien une cartas reales del autor de 'El origen de las especies' y otros pensadores de la época, como el naturalista Alfred Russel Wallace

VIRGINIA BAUTISTA / Foto: Karina Tejada / Ilustración: Jesús Sánchez | 21-09-2018

CIUDAD DE MÉXICO.

El escritor y científico Fedro Carlos Guillén (1959) admi­te que es un apasionado de la historia de la vida privada. “Parte de mis filias tiene que ver con enterarme de cosas que no me importan y, para esto, no hay como las car­tas. El género epistolar ayu­da a desmitificar a los héroes y a quienes se han vuelto leyenda”.

En entrevista, el también ensayista afirma que hay per­sonas que escribieron cartas pensando que el mundo las conocería, pero existen otras que no lo hicieron así. “La co­rrespondencia te da una idea más humana de la estatua. Me interesa más la complicación que la lectura sencilla y digeri­da de lo que es un héroe”.

Por esta razón, el narra­dor confeccionó su tercera novela, La carta secreta de Darwin, a partir de diversas misivas reales, tanto del natu­ralista inglés como del neuró­logo Sigmund Freud y el físico Albert Einstein. Y construyó de manera paralela una histo­ria de ficción contemporánea.

En esta obra, que se publi­cará por entregas cada sábado —a partir de hoy— en el sitio web de Excélsior, se devela­rá, a partir de las cartas entre Charles Darwin (1809-1882) y el también naturalista Alfred Russel Wallace (1823-1913), el lado humano del primero y el “juego raro” que realizó res­pecto de los descubrimientos del segundo. “Mi admiración por Darwin permanece inal­terable. Pero los lectores se enterarán de que, en términos de honorabilidad victoriana, este científico era por lo me­nos cuestionable”, adelanta.

El doctor en Ciencias por la UNAM aclara que el 99 por ciento de las misivas están documentadas, son reales. “Parte del entrenamiento del científico es investigar. En­contré cartas sobre este drama del cual pocos se percataron a lo largo de la historia”.

Y explica que incorpo­ró otros temas. “Me interesa el embarazo adolescente, el abuso de menores y la vida del mayordomo ficticio de Darwin, un veneciano de re­cursos limitados”.

Cuatro tramas se entrete­jen alrededor del protagonis­ta Pedro Pablo San Juan, cuyo nombre une el de tres após­toles. “Se lo puse porque me gusta, es muy sonoro, no por razones místicas. Este perso­naje es un padre soltero que se topa con algo que lo des­borda. No da pie con bola en el amor. Y tiene un tío que es un alcohólico entrañable, Luis, quien le da la parte ligera a la historia”.

El autor de las novelas La traición de Bertrand y El re­vólver silencioso detalla que los personajes van cambiando de época. “La relación entre Darwin y Wallace fue cordial, amistosa, al final tuvieron una diferencia asociada a la in­teligencia humana. Wallace reconoció que Darwin tenía prioridad sobre la teoría de la evolución de las especies. Yo hago conjeturas históricas, basado en los hechos reales”. Destaca que La carta secreta de Darwin nace de su obse­sión asociada a tres grandes saberes: la historia, la ciencia y la narrativa.

LECTORES MILLENNIAL

Fedro Carlos Guillén está en­tusiasmado con el experi­mento de publicar esta novela por entregas, una estrategia de difusión que fue exitosa a finales del siglo XIX y princi­pios del XX, y que ahora desea probar con los lectores del si­glo XXI.

“Son varias las razones para retomar esta metodolo­gía. Una de ellas es la nostal­gia, pues parte de la literatura que yo consumí, cuando era adolescente, se produjo de esa manera: Salgari, Víctor Hugo, Dumas, Tolstoi, publi­caron así sus obras”, agrega.

“Otra razón es el experi­mento. En estos tiempos de prisa, en los que no sólo se venden libros, sino audioli­bros y síntesis de libros, que ya es el colmo, me parece muy buena la pausa, la dosifica­ción de una historia. Esto va a contracorriente de la época que vivimos, que tiene a la ve­locidad como signo”.

El autor de unos 30 libros añade que su novela ya está terminada, en 42 partes y un prefacio, pero no se quiere sustraer a la tentación de mo­dificarla, “no en lo sustancial”, según los comentarios de los cibernautas. “Interactuar con los lectores es un reto atracti­vo. Este hábito de leer una vez por semana es un poco ana­crónico, pero imagínate si los millennials se enganchan. Es como una fantasía para mí”, concluye.

Imagen intermedia

LA CARTA SECRETA DE DARWIN

Por Fedro Carlos Guillén

PREFACIO

—La historia se repite. Ése es uno de los errores de la historia
—Charles Darwin

En Venecia, Pedro Pablo San Juan llegó al Campo San Maurizio buscando un bazar y prendió el octavo cigarro del día, pese a las advertencias puritanas que lo envolvían cada vez con mayor frecuencia. Su neurosis lo perseguía, se había cansado de los interdictos para fumadores que lo acosaban obsesivamente y cada vez con mayor frecuencia; “mojigatos”, pensaba. La solución le parecía de una simpleza supina; abrir bares y vuelos para fumadores, que cada quien se ocupara de sus asuntos y dejar de perder el tiempo en dirimir el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler bizantino.

Apreció la plaza: un cuadrado perfecto con viejos palacios que se habían fraccionado paulatinamente. De las ventanas colgaba un cuadro multicolor de sábanas y ropa secándose al sol. En el centro una bella fuente apagada en la que un ángel lloroso ensayaba una pirueta coronado por laureles y en la periferia los puesteros ordenados en una hilera que rodeaba la arquería presentando su vendimia. Le gustaban esos sitios en los que se podía encontrar desde un sombrero bicornio, platos de pacotilla para tías quedadas o una cucharilla victoriana. Él buscaba cartas, las coleccionaba desde hacía ya varios años y sabía que en esos sitios podía hallar algunas sorpresas. Se sentía un poco un intruso ya que estaba seguro de que, con algunas excepciones insignificantes, los autores y los destinatarios no las habían redactado para satisfacer la curiosidad de otros, sin embargo, siempre había sido un apasionado de la historia de la vida privada y tenía una colección de testimonios que algún día ordenaría como el de uno de sus favoritos de la Alta Edad Media: Una mujer de Berry había traído al mundo un hijo tullido, ciego y mudo, que era más bien un monstruo que un ser humano. Confesaba a lágrima viva que había sido procreado una tarde de domingo y no se atrevía a matarlo, como hacen a veces en casa así las madres; se lo entregó a unos mendigos, que lo instalaron sobre una carreta y se lo llevaron para mostrárselo a la gente. Alguna vez en una visita a Londres encontró una carta erótica de Joyce dirigida a su esposa y después de leerla no pudo dejar de pensar que el inmortal dublinés era un hombre del que la humanidad supo poco dado este contacto epistolar de diciembre de 1909:

Dices que a la vuelta me vas a chupar y quieres que lama tu sexo, pequeña pícara depravada. Espero que alguna vez me sorprendas durmiendo vestido, me asaltes con un destello de puta en tus soñolientos ojos, me desabroches con suavidad, botón por botón en el vuelo de mi trusa, y saques gentilmente la gruesa fusta de tu amante, la escondas en tu boca húmeda y la mames hasta que dura y erectísima acabe en tu boca. Algunas veces también te sorprenderé dormida, levantaré tu camisón y abriré suavemente tus bombachas calientes; suavemente me recostaré y comenzaré a lamer con placidez alrededor de tu sexo. Te agitarás incómoda, entonces lameré los labios del sexo de mi querida.

Llegó a la ciudad la tarde anterior, proveniente de París. El viaje fue una prefiguración del infierno ya que salió del aeropuerto de Beauvais, que era muy similar a una terminal de autobuses en cualquier pueblo perdido en México. Después de una espera recostado en el pasto que bordeaba el edificio y mientras comía un bocadillo de queso, tomó el avión de Ryan Air. El bajo costo suponía un par de inconvenientes que para Pedro Pablo eran nimios si se consideraba el ahorro; los asientos no estaban numerados y gente –que él consideraba idiota- se apresuraban a subir al avión como si ello otorgara una ventaja sobre los que, como él, abordan al último. La comida tenía un costo y los sobrecargos recorrían los pasillos vendiendo una suerte de lotería inescrutable. Llegó a su destino ligeramente molido y tomó un autobús con rumbo a la zona de embarcaderos. No conocía los vaporettos y cuando pidió referencias del muelle al que debía dirigirse entendió poco; supuso que el joven que lo orientaba padecía de alguna forma benigna de retardo mental ya que repetía algo como “vaya al 5 tome el 6 y regrese al 5”. Siguiendo la ruta de su destino de extravío permanente, bajó en la estación equivocada. En la búsqueda del hotel maldijo a los arquitectos venecianos que claramente fueron omisos ya que no se puede caminar una hora subiendo y bajando puentes en una Babel acuática con veinte kilos de maletas sin sufrir una embolia. Cuando finalmente llegó a su destino se dio cuenta de que el nombre de su alojamiento era del siglo de oro: Palazzo Contarini della Porta di Ferro, el empleado sólo de verle la cara le ofreció una silla y estuvo a punto de llamar a un servicio paramédico.

Su neurosis.

Pedro Pablo se tocó la rodilla, el raspón empezaba a mejorar, pero le ocasionaba una leve cojera que no cedía. Había visitado el museo Rodin para ver una exposición de dibujos eróticos; le llamó la atención “Dos mujeres abrazándose” y pensó entonces en una película sobre la vida de Camille Claudel en la que se insinuaba que el escultor francés la había mandado al manicomio: Te beso las manos amiga mía, tú que me das tan profundos y ardientes goces a tu lado, mi alma existe con fuerza y, en su furor amoroso, tu respeto siempre está por encima. El respeto que tengo por tu carácter, por ti, mi Camille, es una causa de mi violenta pasión. No me trates despiadadamente te pido tan poco. Le gustaba ese paseo, salía temprano de su hotel y visitaba los Inválidos, donde era ya una costumbre, presentaba sus respetos a la cripta que contenía los restos de Napoleón, quien escribió en 1817, cuatro años antes de su muerte: A pesar de todas las difamaciones, no tengo ningún miedo respecto a mi fama. He librado cincuenta batallas campales, la mayoría de las cuales he ganado. He estructurado y llevado a cabo un código de leyes que llevará mi nombre a la más lejana posteridad. Me levanté a mí mismo de la nada hasta ser el monarca más poderoso del mundo. Europa estuvo a mis pies. Siempre he sido de la opinión de que la soberanía reside en el pueblo. De hecho, el gobierno imperial fue una especie de república. Habiéndome llamado la nación a dirigirla, mi máxima fue: la profesión está abierta a los inteligentes, sin distinción de nacimiento o fortuna, y es por este sistema igualitario por el que la oligarquía me odia tanto. Más tarde recorría el museo de la Armada, comía un bocadillo (sus favoritos eran las baguettes con salchicha y queso) y caminaba el par de kilómetros que lo separaban del museo Rodin. Compró una bebida refrescante y al salir de la cafetería se enredó con un cable y cayó al suelo de tierra en un acto que lo hirió, señaladamente en su amor propio, ya que un grupo de niños que lo observaban rieron a carcajadas. Reflexionó acerca de la edad. Su edad; una herida en alguien joven es un síntoma de vitalidad, es normal: las huellas de batallas hormonales. En el caso de un hombre que se aproxima al medio siglo es decadencia o algún accidente de dipsómano. "Malditos años", pensó.

Era muy consciente de los estragos que podía causarle su afición por el tabaco y por ello diariamente asistía a un club cercano a su casa con el fin de hacer algo de ejercicio, la hora a la que iba era propia de desempleados, dueños de empresas o amas de casa decadentes que sudaban la gota gorda en la caminadora mientras leían a Dan Brown. Después del gimnasio entraba al sauna donde se aislaba de las pláticas de negocios o de críticas a la izquierda que formulaban petimetres venidos a más, pero con ideas venidas a menos. Ahí pensaba acerca de algún artículo que estuviera en puerta ya que en sus últimos años se retiró paulatinamente de la investigación y se dedicaba casi por completo a la divulgación. Le había cansado la indolencia gubernamental con el tema científico y su política de dar estímulos como croquetas a los investigadores que tenían que invertir la mitad de su tiempo en llenar galeradas de informes anodinos que él siempre sospechó que nadie leía. Los fines de semana jugaba bádminton. Cuando sus amigos Gabriel y Antonio se lo propusieron, lanzó una carcajada; en su imaginario ese deporte era para octogenarios que comían naranjas en un patio. Sin embargo, el primer día que disputó una partida, a punto estuvo de sufrir un paro cardiorrespiratorio, le sorprendió la velocidad y rapidez del juego que empezó a disfrutar, así como la compañía de amigos que se lanzaban puyas bíblicas mientras jugaban un set. Siguió avanzando por la plaza con una leve cojera molesta pero tolerable.

La invitación al congreso de biología evolutiva había llegado un par de meses antes y Pedro Pablo dudó en asistir; si bien Venecia era una ciudad que deseaba conocer, a veces le fastidiaban sus colegas, monotemáticos, estrafalarios e hinchados con desdén intelectual. Se salvaba el italiano Spinetta, el hombre más borracho que San Juan había conocido y que había logrado el prodigio etílico de orinarse en el puente de Carlos durante el congreso en Praga sosteniendo el notable argumento de que "Checoslovaquia había invadido Italia en 1939", lo que le valió además de cierto desprestigio histórico, doce horas de cárcel inconmutables. De cualquier manera, el encuentro era una buena oportunidad para intercambiar ideas sobre sus trabajos y de paso conocer una ciudad que siempre le había intrigado ante el estoicismo de sus habitantes acostumbrados a vivir con el agua hasta el cuello en humedales milenarios.

Camino al bazar se detuvo en la Plaza de San Marcos, entró al Palacio Ducal, una mole de piedra en la que halló enormes salones con cuadros de los Dogos vestidos como alguien que carece de sentido de la moda. Bajó a unas mazmorras que revelaban un trato escalofriante para los infelices que fueron a parar ahí con sus huesos. Escuchó a un guía de turistas explicar que en el siglo IX un grupo de navegantes italianos fueron a robar los supuestos restos de San Marcos que se encontraban en Alejandría. Este pillaje necrológico condujo a la decisión de construir la Basílica para albergar las santas reliquias de Marcos.

Entró a la basílica, sí era eso: una basílica. Al salir de ella encontró un lugar para tomarse una copa de vino que le costó el equivalente al de un pequeño viñedo en el Valle de Guadalupe. Tomó su último sorbo y se encaminó a la plaza del bazar procurando no agravar su lesión parisina.

Pedro Pablo observaba a la gente y sus manías. Entendía poco esa costumbre gregaria de viajar en manada siguiendo a un guía que invariablemente utiliza un sombrero ridículo y porta un banderín de porrista oligofrénico. También escapaban a su razón las góndolas y los gondoleros cantando de manera anti natural mientras transportaban gente a la que imaginaba no muy lúcida y seguramente dueña de una colección de Lladró, cuya pieza estelar era una pastorcita con sombrilla y un perro inexplicable. Venecia desplegaba el deterioro de sus inundaciones en todas las plantas bajas. No había decidido si le gustaba la ciudad, pero se dio cuenta de que era hostil con los viejos y los inválidos con su interminable laberinto de escalinatas. En ello pensaba cuando recibió un mensaje de texto de Martina. Su hija se había quedado en México a presentar unos exámenes ineludibles. “Papá, no te olvides de mi regalo, Tío Luisito no aparece” Pedro Pablo sonrió, Martina le había pedido una esfera llena de agua con un polvo que simulaba una improbable nevada veneciana para su colección kitsch que adornaba una repisa de su cuarto, en la que había esferas similares y estaba coronada por un cuadrilátero de luchadores de plástico. Lo de su tío le preocupaba poco: hermano de su padre. Luisito era un anciano borracho y encantador que se perdía en las cantinas contando anécdotas y aparecía un par de días después con cara de ropavejero. Respondió a su hija que en ello estaba y empezó a deambular por los puestos de viejo. Había de todo; telas, libros, antiguallas. Valoró la compra de un rastrillo de afeitar de doble hoja y su afilador Rolls Razor Imperial Nº 2, pero el vendedor negociaba de una forma carnívora, por lo que abandonó la idea. Adquirió, en cambio, una caja de latón grabada y fechada en la Navidad de 1914 con el perfil de una mujer, probablemente la esposa de Jorge V y coronada por una leyenda: Imperium Britannicum. Finalmente llegó al lugar de su interés: un puesto en el que se mostraban legajos de cartas antiguas con sellos multicolores que se agrupaban a lo largo de una tabla de madera montada sobre cajas y forrada con un paño verde que le recordó sus jugadas de póker. Siempre se trataba de una lotería ya que los vendedores de este tipo de antigüedades tienen por costumbre ofrecerlas en envoltorios cerrados y no permiten ver su contenido fijando un precio estandarizado que permite aventurar, sin garantías, el valor de las misivas. Estaban ordenadas por siglos, lo que a Pedro Pablo le parecía arbitrario, ya que consideraba que una carta de Freud de 1899 era más cercana a una de Joyce de 1903 que a otra de Napoleón fechada en 1801. Eligió justamente un paquete del siglo XIX cuyo costo era de 40 euros, lo introdujo en la mochila que siempre lo acompañaba a todas partes y decidió regresar a su hotel para ver qué contenía, mientras la tarde se deslizaba por el limpio cielo veneciano.

Ya en su cuarto, que encontraba enorme comparado con las extensiones de los hoteles parisinos y tomando whisky con soda (siempre con un sólo hielo) examinó su compra cuidadosamente. Un buen número de las cartas eran emisarias de diversos temas: amores imposibles; cobros de facturas y noticias familiares. Gracias a la lectura de una de ellas, Pedro Pablo fue el testigo epistolar y centenario de que la señora Mc Mahon en Cardiff consideraba que estaba poseída por Luzbel y culpaba a su vecina, una tal Soffie Radcliffe, a quien calificaba sin ambages como una puta. Otra misiva sin remitente dirigida a Mauro Crivelli con domicilio en Venecia llamó su atención, ya que en su experiencia de varios años como coleccionista el sobre era costoso y utilizado por gente adinerada. Pedro Pablo intuyó que se trataba de una carta de la segunda mitad del siglo XIX, el sobre contenía un par de páginas escritas en inglés. Lentamente abrió los ojos mientras revisaba la firma…

Era de Charles Robert Darwin.

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