Siete años de atole con el dedo

Todos sabíamos que el país habría de cambiar, pero nunca nos imaginamos que la transformación sería tan profunda y, al mismo tiempo, tan imperceptible. Tan profunda, porque el cambio ha sido tan radical como el que podría arrojar cualquier revolución violenta; tan ...

Todos sabíamos que el país habría de cambiar, pero nunca nos imaginamos que la transformación sería tan profunda y, al mismo tiempo, tan imperceptible. Tan profunda, porque el cambio ha sido tan radical como el que podría arrojar cualquier revolución violenta; tan imperceptible, porque —a pesar de suponerse pacífica— las víctimas mortales de la Cuarta Transformación superan con mucho las de los conflictos armados más sangrientos de la historia reciente.

Siete años de atole con el dedo. Siete años en que los muertos se acumularon de manera inexorable, mientras el entonces presidente se reía —sin pudor— de las masacres en su conferencia matutina; siete años en los que la cifra de desaparecidos se incrementó de forma exponencial sin que el mandatario le prestara importancia alguna, o accediera a brindar explicaciones a los familiares de las víctimas. Siete años, hasta ahora, de lo que no ha sido sino la mayor tragedia humanitaria de nuestra historia reciente: siete años de una tragedia humanitaria de cuya dimensión, y magnitud real, no hemos alcanzado a ser realmente conscientes. No todo es, necesariamente, política.

Siete años, finalmente, de la Cuarta Transformación Nacional. Siete años de victimismo, siete años de ocurrencias. Siete años de “abrazos en lugar de balazos”; siete años de “estamos atendiendo las causas”: siete años de una displicencia gubernamental que, más que culposa, debería de calificarse como culpable. Siete años de “vamos bien”, y de “por qué no hablan de García Luna”; siete años, en realidad, dolorosísimos: tras el cambio de gobierno, de acuerdo con las cifras oficiales, en el 2018 tuvieron lugar alrededor de 33 mil homicidios o muertes violentas; 35 mil en 2019, 37 mil en 2020, 32 mil en 2021. En 2022 ocurrieron 31 mil, y 29 mil en 2023: del 2024, hasta la fecha, la información no está todavía disponible.

197 mil homicidios dolosos registrados de 2018 a 2023, a los que tendría que sumarse un porcentaje amplio de las más de 62 mil desapariciones ocurridas durante el mismo periodo: en resumidas cuentas, ya fueran 200 mil o 250 mil fallecidos, la cifra final sería comparable a aquellas de los conflictos más violentos de los últimos tiempos. La guerra de Bosnia tuvo alrededor de 100 mil muertos en tres años; la guerra de Irak, que podría ser comparable, tuvo 275 mil en ocho años. La guerra de Afganistán tuvo 176 mil en diez años, mismos que rebasamos en la mitad del tiempo; la guerra de Vietnam, por su parte, arrojó alrededor de 282 mil en poco menos de diez años. La “guerra contra el narco” de Felipe Calderón dejó 121 mil fallecidos tras “patear irresponsablemente el avispero”, como se ha repetido constantemente; los “abrazos y no balazos” de López Obrador han causado más del doble, a pesar de las visitas frecuentes a Badiraguato.

Todos sabíamos que el país habría de cambiar, pero nunca nos imaginamos que la transformación sería tan profunda. Y tan imperceptible, además. Las escaleras no se barrieron de arriba abajo como había prometido López Obrador, sino que la corrupción se ocultó debajo de cada escalón y cubierta de desconfianza y temor que sólo podían encontrar sustento en los pequeños compromisos anteriores. Aliados estratégicos que, además, ya se han cansado de vivir, por más de siete años, de promesas que no son sino irrealizables.

Siete años, a final de cuentas, de atole con el dedo. Siete años de un país más violento que los de aquellos que viven en guerra entre sí, de manera oficial; siete años de violencia y homicidios en una nación en la que sus propios políticos no han respetado regla alguna, pero que siguen esperando aprovechar el último rédito posible. Siete años de una sociedad que busca una respuesta distinta, y que no volverá a conformarse con un mundo que ha decidido voltear a otro lado: siete años, sobre todo, para cambiar la visión sobre uno mismo y decidirse a dejar de recibir, de cualquier forma, “atole con el dedo”.

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