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El pez por su boca muere

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

“En distintas proyecciones se calculó que el país podría registrar un mínimo de seis mil muertes, ocho mil, 12 mil 500 o incluso, en el escenario muy catastrófico, 60 mil”, afirmó —el 4 de junio pasado, en su programa habitual— el subsecretario de Salud.

Nada más cierto. Una catástrofe puede definirse, de acuerdo con el diccionario de la RAE, como “un suceso que produce una gran destrucción o daño”, o bien como “una persona o cosa que defrauda absolutamente las expectativas que suscitaba”. Tiene razón el funcionario: a unos días de que se cumpla la cifra de las 60 mil defunciones —que él mismo se ha impuesto como parámetro— el escenario es, en efecto, catastrófico. Muy catastrófico.

El daño es inconmensurable. A la tragedia de los 52 mil muertos —reconocidos oficialmente— se suma no sólo la destrucción del sistema económico, sino también la de las instituciones y el aparato democrático en general, sin olvidar el costo irreversible de la polarización entre la ciudadanía. Hoy en día, nuestro país está más dividido que nunca; las instituciones viven un ataque constante, y la actividad económica se ha paralizado, tanto para las empresas que quiebran a diario como para las inversiones, en nuevos proyectos, que no se atreven a llegar dado el clima de incertidumbre cada vez mayor. Una catástrofe completa.

52 mil defunciones, más las que se sigan acumulando: la gestión de la pandemia no ha tenido un objetivo de salud, sino político, y se ha enfocado en la exaltación de las figuras que la encabezan. Personajes que —sin duda— han defraudado las expectativas que suscitaban: el show cotidiano del Presidente —y los nuevos distractores de cada semana no son suficientes para desviar la atención de los malos resultados no sólo en materia de salud y economía, sino también en el combate a la corrupción y a la inseguridad, las principales banderas de campaña. De una catástrofe.

Promesas que no se han cumplido. La corrupción no ha terminado por el mero ejemplo del mandatario, y los abrazos no han resultado efectivos contra los balazos. La economía no se reactivará construyendo una refinería en un pantano, un aeropuerto frente a un cerro, o un tren que no va a ninguna parte: el sistema de salud no ha sido reforzado, las desapariciones y los feminicidios no han disminuido, la cabeza se mantiene gacha frente al presidente norteamericano. El Ejército no regresó a las calles.

La pandemia no ha sido domada; la curva no se ha aplanado, el pico no llegó en ninguna de las ocasiones en que las anunció el subsecretario. La mortalidad rebasó las proyecciones del sedicente científico, y ninguna de las medidas que implementó —mientras se tomaba fotos— fue suficiente —o efectiva— para frenar el avance imparable de la enfermedad. El “mínimo de seis mil muertes”, de las primeras previsiones, está por alcanzar el escenario, de 60 mil, que el mismo funcionario ha definido como muy catastrófico. ¿Qué es lo que dicta la decencia?

¿Qué es lo que dicta la decencia, cuando los resultados de una persona alcanzan lo que él mismo definió como muy catastrófico? ¿Cómo explicar un error, de tal calibre, y seguir en el cargo? ¿Cómo dormir, cuando se toman las decisiones de salud por intereses políticos? ¿Cómo seguir sonriendo, cuando se cargan tantas muertes sobre las espaldas? ¿Cómo pararse frente a las cámaras, a describir —todos los días— la danza de la muerte?

El pez por su boca muere. El subsecretario es, a pesar de sus aspiraciones, un fusible a punto de quemarse. La situación del funcionario será insostenible, en cuanto se alcancen los escenarios de catástrofe, y la incertidumbre haga presa de la población. Los contagios se incrementan, los muertos se acumulan, los resultados no son los que se habían prometido. ¿Cómo seguir en el cargo?

¿Qué es lo que dicta la decencia?

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