Anécdotas danesas (primera parte)
Subo las escaleras que dan acceso a la torre nueva del Instituto Nacional de Cancerología INCAN, ahí un par de policías controlan la entrada. Muestro mi carnet y uno de ellos me pregunta a dónde voy. Respondo con entusiasmo “a estudios de laboratorio”. El policía ...
Subo las escaleras que dan acceso a la torre nueva del Instituto Nacional de Cancerología (INCAN), ahí un par de policías controlan la entrada. Muestro mi carnet y uno de ellos me pregunta a dónde voy. Respondo con entusiasmo “a estudios de laboratorio”. El policía responde: “fórmese ahí abajo” y me señala una fila de personas. La fila es tan larga sobre la acera que pareciera van a comprar boletos para un concierto de LuisMi.
No, no es con ese motivo. Sobre la acera están pintadas unas rayas amarillas, separadas algo más de un metro entre sí y de este modo formadas, decenas de personas articulan la fila en la calle. Casi llega a la salida de un garaje y regresa para buscar la entrada del edificio. Los que así lo hacen, tienen la posibilidad de recargarse en una mitad de pared sobre la que están insertados unos tubos. Quienes llegamos antes de las 8 am vemos que enfrente de nosotros, hay algunos que llegaron antes y están cubiertos con sarapes, otros traen un chamarrón y algunos pocos —los más jóvenes—, visten alguna playera con letreros en inglés.
Poco a poco la fila avanza, pareciera un gran ciempiés coloreado por vestimentas de todo tipo. Hay un trío de mujeres muy jóvenes que ríen y se quitan el cubrebocas, algunos voltean a verlas y sonríen; la gran mayoría tiene la mirada en el cemento de la calle. Todos los que estamos ahí formados somos enfermos que luchamos contra una enfermedad potencialmente mortal, en especial, los hombres y mujeres de todas las edades cuyos rostros tienen una palidez extrema. Hay una señora en silla de ruedas que es empujada por una muchacha no mayor de 20 años. Cuando le toca llegar a la escalinata, toma una rampa angosta y un hombre con sombrero de palma le ayuda a subir la rampa. Uno de los policías se da cuenta y corre a auxiliar al dúo que empuja con dificultad.
Adentro, los más jóvenes y las mujeres más robustas suben por unas largas escaleras que superan los 19 escalones, ya que los pisos son más altos que los convencionales. Al fondo hay tres elevadores. Muchos nos acercamos a activarlos con temor. Tenemos presente lo que a una niña le ocurrió en Quintana Roo en un ascensor del IMSS. Fue prensada por unas puertas que, al final, la asfixiaron.
La necesidad nos obliga y entramos ordenadamente hasta el primer nivel. Al salir hay varias flechas indicadoras. Como todos, sigo hasta el sitio indicado, ahí nos encontramos casi el mismo pelotón que subimos en el ascensor. Intercambiamos información entre todos. Mi ficha indica una biometría hemática, paquete de coagulación, química sanguínea de tres parámetros, antígeno carcinoembrionario y pruebas de funcionamiento hepático.
“¿Viene usted en ayunas?”, me pregunta una señora de unos sesenta y tantos años. Respondo afirmativamente y ella me da muchas bendiciones.
No es un caso único, aquí y allá mientras formamos fila ante una ventanilla, muchos se ayudan entre sí. Ahí entregaremos la ficha y más tarde seremos llamados por nuestros nombres y apellidos. No hay dónde sentarse a pesar de los numerosos asientos metálicos y de otros que alguna vez estuvieron forrados.
Tengo una extraña y nueva sensación a la que Proust llamaría el deseo de unirnos para juntos ser más fuertes. Después de esperar casi una hora, me llaman y me piden pasar al cubículo 13. Ahí con una sonrisa me espera una enfermera cuyo nombre en el pecho dice Ámbar.
