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Sobre las pruebas de coronavirus

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

Dado que los síntomas del COVID-19 son similares a los de otras enfermedades, y que los portadores del coronavirus SARS-CoV-2 pueden ser contagiosos antes de desarrollar síntomas, aplicar pruebas es la única manera de saber si alguien está infectado.

Las pruebas masivas son cruciales para detener la propagación. En Corea del Sur, el país que a la fecha ha aplicado el mayor número de pruebas de COVID-19 –lo cual, a decir de expertos, ha redundado en tener una tasa de mortalidad de sólo 1.6%, contra una de 5.2% a nivel mundial–, se ha encontrado que 20% de los contagiados son asintomáticos.

El desarrollo de pruebas ha sido una de las vertientes de la investigación científica sobre el coronavirus aparecido en Wuhan, China. Para el 9 de enero, las autoridades de ese país ya tenían la primera de ellas, creada a partir de los conocimientos obtenidos durante el brote del síndrome respiratorio agudo grave (SARS), en 2002-2003.

En los casi tres meses que han pasado desde entonces, se han dado a conocer numerosas pruebas en diferentes partes del mundo.

Las primeras utilizaron la técnica de la biología molecular conocida como reacción en cadena de la polimerasa (PCR, por sus siglas en inglés), que busca la presencia de una molécula del ARN del coronavirus. Dicha técnica fue desarrollada en los años 80 por el bioquímico estadunidense Kary Mullis, quien, gracias a ella, ganó el Nobel de Química 1993, compartido con su colega canadiense Michael Smith.

Para realizar esta prueba se toma una muestra del fondo de la nariz, la boca o la garganta del paciente y la muestra se analiza en el laboratorio. La prueba se basa en una serie de reacciones químicas para buscar evidencia del material genético del virus.

La muestra es purificada y se le mezcla con una enzima denominada transcriptasa inversa, que convierte el ARN de una sola cadena en ADN de doble cadena. El ADN viral es combinado con moléculas de colorante 6-carboxifluoresceína a fin de producir una reacción de fluorescencia, que, en caso de aparecer, significa que el resultado es positivo.

Por tratarse de una pandemia de rápida propagación, el tiempo de aplicación de la prueba ha generado mucha discusión. A la fecha, pasan entre cuatro y seis horas entre que se toma la muestra y se obtiene el resultado, pero dependiendo del número de pruebas que se desee aplicar, pueden pasar días antes de que se sepa si una persona está infectada.

En semanas recientes, se ha estado trabajando a marchas forzadas en diferentes naciones para crear pruebas de detección del COVID-19 con un tiempo de respuesta menor. Se está ensayando con técnicas diferentes a la PCR, principalmente la de antígeno y la de anticuerpos.

La primera, igual que la de PCR, busca la presencia del virus en el presente mientras que la segunda busca evidencia de que el paciente llegó a estar contagiado, pero superó la enfermedad.

Hace unos días, la compañía multinacional Bosch –con sede en Gerlingen, Alemania– dio a conocer que pronto tendrá una prueba rápida, desarrollada con la empresa de tecnología británica Randox, que se aplicará en el punto de tratamiento y dará resultados en apenas dos horas y media, no sólo sobre COVID-19, sino también sobre otras nueve enfermedades respiratorias, incluida la influenza tipo A y B, de manera simultánea. Estará disponible en los próximos días.

Otra prueba rápida la está trabajando el Departamento de Ingeniería de la Universidad de Oxford, que ha informado que podría detectar el coronavirus en media hora.

El desarrollo y lanzamiento al mercado de pruebas como éstas permitirán a las autoridades de distintos países mejorar sus acciones de mitigación del brote de COVID-19. No se puede luchar adecuadamente contra algo que no se ve.

También desbaratará los pretextos de gobiernos que han aplicado cantidades mínimas de pruebas, lo cual hace que sus datos sobre contagios y fallecimientos sean percibidos como poco fiables.

 

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