Ciencia política y aeropuertos
Escribir es un ejercicio de conciencia, la mera necesidad de expresarla. Esa conciencia no puede venir sino del conocimiento. A mayor conocimiento, mayor conciencia y viceversa. Dos áreas del conocimiento me hacen ruido. ¿La primera? La ingeniería, la de obras públicas, ...
Escribir es un ejercicio de conciencia, la mera necesidad de expresarla. Esa conciencia no puede venir sino del conocimiento. A mayor conocimiento, mayor conciencia y viceversa. Dos áreas del conocimiento me hacen ruido. ¿La primera? La ingeniería, la de obras públicas, y la aeronáutica, sánscrito para alguien como yo, con un cerebro más bien verbal. ¿La segunda? Las ciencias políticas, en particular la llamada Teoría del Estado. De acuerdo con ella, el susodicho Estado consiste en un grupo humano asentado en un territorio determinado, normado por un orden jurídico creado y aplicado por un poder soberano, con el fin de obtener el bienestar general.
Clarísimo, para mí, acéptese que con frecuencia se confunda al Estado con el gobierno. Todos somos el Estado, nos gobierna un poder sustentado en las leyes. Producto de cuando menos un par de milenios y medio de pensamiento e historia, hemos dado lugar a un método para elegir a quienes ejercerán ese poder. El método se conoce como democracia e, indudablemente, no es perfecto, quizá se trate de lo más aproximado a lo justo. El Estado elige a su gobierno; todos participamos en esa decisión. Y aquí va mi primera confusión: una vez electo el gobierno, con el poder que le conferimos al escogerlo democráticamente, hará las decisiones que a su saber y entender conduzcan al bienestar de todos. Democracia no es participar de esas decisiones, en tanto los ciudadanos no contamos con el conocimiento para ello, y confiamos en que las haga el gobierno electo. Claro, un gobernante no es dueño del conocimiento universal, y por ello está facultado para nombrar a quienes lo asistan: ministros o secretarios. ¿El riesgo? El de toda decisión: equivocarse, ineludible para cualquier gobierno, y perder, por consiguiente, el soporte popular.
¿Qué sé yo dónde habría de ubicarse un nuevo aeropuerto o si debieran aprovecharse los que existen? Responsabilidad de gobierno. De ahí, mi desazón con que semejante decisión se tome mediante una consulta al pueblo. Bandera de campaña suspender la construcción del nuevo aeropuerto, calificado como dispendioso, amenaza ecológica, pozo de corrupción. Eso se dijo. Suspendámoslo pues. Resulta ahora que el gobierno electo para ello no quiere, no puede o piensa que no debe tomar esa decisión, y que prefiere ampararse en la voluntad del pueblo. Dieciocho años peleando el poder para renunciar a ejercerlo cuando nos ha sido conferido. De por sí suena grave que nuestro nuevo gobierno empiece a ejercer su poder antes de que los tiempos de ley se lo confieran. Mucho más grave que desde ahora renuncie al ejercicio de su autoridad, extasiados como están todos por la fuerza de la popularidad. Harán lo que hayan de hacer con el aeropuerto, lo sabemos, y sólo pretenden eludir la responsabilidad, diluirla entre los votantes que ya los habían elegido gobierno.
Alejandra me recuerda lo sucedido a aquel gobierno británico que renunció a decidir si el país continuaba o no en la Unión Europea. Recurrieron al referéndum para liberarse de responsabilidad. El resultado del brexit para su país lo conocemos todos. Y conste, la ciudadanía ya culpa a su gobierno de lo decidido, consulta popular o no. Poder Ejecutivo, par de palabras que dejan claro que se tiene el conocimiento para tomar decisiones de gobierno, sustentadas, por supuesto, en el saber de los mejores. Esos mismos expertos a los que ya se amenaza con reducirles el salario. De vuelta a mis primeras líneas. Mi conciencia me dice que no tengo el conocimiento para opinar, mal haría. Para variar, me abstengo de participar en este o cualquier otro ejercicio que pretenda evadir la responsabilidad de gobernar.
