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Bertolucci

Oscar Benassini

Oscar Benassini

Territorios inciertos

Se nos murió un italiano único, un cineasta en todo el sentido de la expresión, un hombre que filmó una de las películas más discutidas, criticadas y controvertidas: El último tango en París, y cuatro años después una de las obras cinematográficas de mayor belleza, Novecento, tributo perfecto a su país como espacio estético para el cine, porque nadie duda que los italianos son y han sido los más grandes del séptimo arte.

Bernardo Bertolucci (Parma, 1941-Roma, 2018) incursionó con fortuna en la poesía y en la dramaturgia, pero para el italiano no hubo pasión como la de filmar. Fue guionista, director y productor, tuvo la fortuna de trabajar con el gran Pier Paolo Pasolini, y es posible proponer que, en esencia, lo suyo consistía en retratar. En principio, le obsesionaban los actores, se concentraba entonces en los medios para extraerles una capacidad expresiva única. Me gusta pensar en un Bertolucci que dejaba plasmados en la película a los italianos. No niego, desde luego, el valor de sus dos trabajos más populares, El último tango en París y El último emperador, únicos ambos, pero desde la primera vez que la vi, hice de Novecento mi personal película de culto. Más de cinco horas, 314 minutos durante los cuales Bertolucci parece cargar con la cámara él mismo, para filmar medio siglo de historia de su patria, el tiempo que le resulta más conmovedor. Su relato inicia con el clamor por la muerte de Giuseppe Verdi, pasa por las dos grandes guerras mundiales y por el fascismo, hasta la Italia que de todo ello surge.

Novecento nos presenta a su sociedad dividida por la más elemental de las polaridades: pobres y ricos. Cada uno tendrá su tiempo, el dinero y el poder harán lo suyo, porque así es la naturaleza humana, Benito Mussolini, el Duce, el dictador fascista habrá de engañar, depredar y envilecer a su nación con la peor de todas las ideologías, pero casi en los últimos años del medio siglo llegará la venganza, disfrazada, como siempre, de justicia. Casi debutantes nada menos que Gérard Depardieu y Rober De Niro, Olmo y Alfredo, antítesis el uno del otro y amigos desde siempre y para siempre, ambos debieron padecer el asedio de un Bertolucci incansable.

Las imágenes de los campesinos italianos, su mímica, sus gestos, la resignación que parecen incansables en exhibir, de repente logran la magia de convertir material fílmico en obras al óleo: paisajes, establos, bodegas, casuchas miserables apenas iluminadas por un par de velas, pero la tensión constante, la paciente espera de la revancha históricamente imprescindible. Los maestros de la crítica han enfatizado los defectos de guión, los problemas de trabajo actoral y la obsesión de Bertolucci por mostrar lo que quiere, por filmar el país que ve. “La película imperfecta”, o “la película inacabada” han sido sentencias frecuentes que sólo consiguen hacerla grandiosa por esa belleza “a pesar de”.

De El último tango en París valdrá la pena recordar el trabajo magistral de Brando, la audacia de la historia en un mundo todavía mucho más hipócrita que el de hoy, y la anécdota del engaño a María Schneider con la supuesta violación consecutiva. De El último emperador funciona todo. Un hito histórico que cuenta la caída de milenario imperio chino y el drama de un emperador que no fue dotado más que con esa condición de divinidad todopoderosa, con la que debe enfrentar a la revolución que le trae su condición de inmortal y el castigo por su gobierno de vileza. La película —es interesante, se consigna— inauguró la obsesión del maestro de Parma por el budismo, del que seguirá narrando en otras obras de arte.

Al legado inigualable del cine italiano se suma ahora el trabajo de Bertolucci. Por ahí se ha escrito que nadie ha retratado a los italianos como Federico Fellini. A mí me ha gustado mucho más cómo lo hizo Bertolucci. ¿Cuál hay que ver para despedir al genial Bernardo? Novecento, seguramente.

                Twitter: @obenassinif

 

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