Impulso
Por Guillermo FajardoPoca vocación democrática refleja el nuevo gobierno. Persisten las formas con el que acabó el anterior, las mismas fobias enrarecidas, el mismo aliento autocrático. Es triste constatar que la democracia mexicana la que conocimos desde el cambio de ...
Por Guillermo Fajardo
Poca vocación democrática refleja el nuevo gobierno. Persisten las formas con el que acabó el anterior, las mismas fobias enrarecidas, el mismo aliento autocrático. Es triste constatar que la democracia mexicana —la que conocimos desde el cambio de régimen— fue demolida por aquellos que ferozmente criticaban sus vicios. Se pensó que lo hacían para conservar sus virtudes: en realidad lo querían para tomarlo todo. Algo se quebró entre las fuerzas que habían acordado mantener un régimen de organismos autónomos, de equilibrio entre Poderes y cierta transparencia. La nueva Presidenta gobierna bajo la bota militar y autoritaria que le fue heredada y que hasta el momento no parece querer sacudirse. En Claudia Sheinbaum no encontraremos el desprecio ni la bufonería de López Obrador, sino un gobierno de claroscuros cómodamente instalado en el sí de los poderes demolidos o, al menos, ya transformados.
Este trastorno no es menor: el nuevo régimen y sus aliados ya no tendrán el freno del Poder Judicial ni mucho menos del Legislativo para poder cambiar la Constitución a su antojo. Mientras la capacidad operativa del gobierno se disminuye debido al ahorcamiento presupuestario de López Obrador, se incrementan en México aquellas zonas marrones de las que en su momento habló el politólogo Guillermo O’Donnell: zonas geográficas que, a pesar del impulso centralista del gobierno en turno, no alcanzan a gestionar, ni en términos administrativos ni territoriales. Los desafíos de este nuevo gobierno no vienen del presente, sino de su sumisión al pasado: las pesadas cadenas que les impuso López Obrador no representan para ellos un impedimento, sino la consecución de un deseo: la de continuar con una transformación antidemocrática, tanto en sus formas como en su fondo. Ni el discurso ni las ideas parecen cambiar demasiado. Presenciamos el mismo gigantismo discursivo, los mismos adornos ideológicos como continuación de una política que quiere adormecer al votante: la mafia del poder de la que tanto habló López Obrador ahora le pertenece a él. El fundador de Morena es, más que nada, un político que supo nombrar los problemas, pero que no quiso hacer nada para combatirlos.
Se extenderá en el país lo que el antropólogo Claudio Lomnitz ha llamado una doble soberanía: la del crimen organizado y la que detenta el gobierno. En un ensayo de próxima publicación, escribí que los gobiernos mexicanos de la democracia —no sólo éste que ahora se inaugura— poseen rasgos de una soberanía incompleta, no por falta de recursos, sino por vocación administrativa: que la violencia la gestionen instituciones paralelas al poder oficial, como el linchamiento, los nuevos caciquismos del narco o las autodefensas, le permite al gobierno cierto margen de maniobra, pues la gestión de la seguridad, en este caso, es abandonada para que otros actores la administren y el gobierno pueda aplazar el problema: que el pueblo tome justicia, que entre ellos se aniquilen, que la sociedad se defienda. Claudia Sheinbaum podrá ser presidenta, pero en una administración con cargas ideológicas impuestas por su fundador, es difícil ver qué clase de símbolos —la política también es el espacio de la creatividad pública— podrá producir el nuevo gobierno.
El préstamo ideológico con el que cargará la presidenta Sheinbaum no podrá ser opacado y tal vez esa sea la meta: una Constitución de plástico doblada ante las fuerzas vivas que le tienen desprecio a la ley, y las cuales han superpuesto el discurso de la transformación como dogma histórico ideológico, a la gestión pública como promesa democrática. Uno no excluye a lo otro, pero el adelgazamiento de la gestión durante el gobierno de López Obrador sólo logró concentrar el poder a cambio de nada. Lo mismo parece ocurrir con la reforma al Poder Judicial: hay muy poca argumentación en el entorno político de Morena, mucha prisa por acelerar cambios que concentren todavía más el poder, una urgencia mística por acelerar el proceso de canonización político de López Obrador. Su estampa religiosa es el signo más claro de esa pedagogía política de la adoración.
¿Qué clase de gobierno nos espera? Uno con poca capacidad de gestión, perdiendo el impulso que los llevó al poder, abdicando al diálogo con las otras fuerzas democráticas, la coquetería internacional con tiranos de poco prestigio y, finalmente, el tiro de gracia: un sexenio que perderá el encanto conforme los milagros y las ocurrencias del caudillo queden en el pasado, notas al pie de página de una administración televisada, de aviones rifados, de casas con albercas, de desdén a la ciencia, instituciones kafkianas, una obsesión enfermiza por convertirse en monografía, cercanía con el crimen, un discurso político en esteroides y el desprecio a la ley como herencia podrida del político más autoritario desde tiempos del partido único.
