Fuegos de la memoria

Reconstruir una vida, incluso la de alguien cercano, es una tarea complejísima. No se trata, por supuesto, de aspirar a la totalidad ni a la intersección de cada segundo, sino al retrato ponderado del recuerdo, a la recuperación de un gesto, de alguna manía escondida. En este esfuerzo siempre habrá un poco de literatura de por medio, la promesa escondida de la ficción entre los pliegues de la memoria.

Por Guillermo Fajardo

La conocimos el 16 de septiembre de 2017. Lo recuerdo bien, pues mi esposa y yo viajamos a Houston a uno de sus talleres del doctorado en escritura creativa en aquella universidad. El escritor mexicano Yuri Herrera fue el invitado en aquella ocasión. Cristina Rivera Garza tuvo la amabilidad de presentarnos y de darnos la bienvenida, a pesar de que yo sólo era un invitado. Nos sentimos como en casa.

Por recomendación de mi directora de tesis doctoral, yo iba a conocer, inicialmente, a otra profesora del departamento de estudios literarios en la Universidad de Houston, pero por distintas razones acabamos atendiendo a una de aquellas sesiones. En uno de los ejercicios que hicimos en aquella ocasión, Yuri Herrera nos pidió a los asistentes crear una palabra usando otras dos. Cuando llegó mi turno, dije: criminotopía. El término ya me rondaba la cabeza, pues la había utilizado en mi investigación para describir el asesinato serializado de mujeres en Ciudad Juárez desde 1993. Cuando terminó el taller, tuve la oportunidad de compartir unas palabras tanto con Rivera Garza como con Yuri Herrera.

Esa misma amabilidad y atención de la escritora mexicana la encontré en El invencible verano de Liliana (Random House, 2021), un libro que recoge, desde la distancia, el horizonte de una vida como celebración de la existencia, en este caso, la de la hermana de la escritora, Liliana Rivera Garza, asesinada por su expareja en la Ciudad de México en 1990. El lector saldrá con varias certezas. La primera es la construcción de la subjetividad de Liliana a partir de las deudas inevitables del recuerdo: añoranza, vitalidad, esperanza.

Otra certeza es que se trata de un libro cuyo espacio escritural entrelaza a Cristina Rivera Garza con Liliana. Es decir: las hermanas son coautoras del libro, pues no es un libro de Cristina sobre Liliana, sino de las dos sobre las dos. La escritura de Liliana —salpicada con cartas y entradas de diarios—, leída desde el futuro, encapsula las ternuras de un primer amor, la ansiedad por el futuro o los duros equilibrios de la amistad. También, sin embargo, se lee con un estremecimiento, no sólo cuando su futuro asesino entra en la vida de Liliana, sino porque es posible establecer una serie de cronologías que escapan al libro y que producen otras memorias, otras violencias. Y puede ser algo así como que en ese mismo septiembre de 2017 —una semana antes de aquel taller—, Mara Castilla, una joven poblana, fue asesinada por su chofer de Cabify, su cuerpo aventado en una hondonada, el asesino de Mara, sonriendo para las cámaras del motel donde la asesinó. Lo mismo podemos decir de Ángel González Ramos, el asesino impune de Liliana que, se cree, escapó a Estados Unidos y que en la foto que encontramos en la red aparece sonriendo, impune. Es imposible no iluminar estas dos mitades: Liliana no puede ser únicamente víctima de Ángel: las claves de su paso por el mundo —su escritura, por ejemplo— pesan más que aquellas que la forzaron a dejarlo. Se multiplican, así, los signos. Se añaden curiosidades y detalles de Liliana. Es posible desentrañar las escenas de su vida. Siempre, sin embargo, persiste el dedo flamígero de una sombra, el aleteo de una tristeza dirigida, el vidrio empañado de la nostalgia. Esto es no territorio exclusivo o privado de unos cuántos: México es un país de fugados, un desierto permanente de expulsados en donde los veranos de Liliana le abren la puerta a una conversación de la violencia generalizada en México, especialmente en contra del cuerpo de la mujer.

Reconstruir una vida, incluso la de alguien cercano, es una tarea complejísima. No se trata, por supuesto, de aspirar a la totalidad ni a la intersección de cada segundo, sino al retrato ponderado del recuerdo, a la recuperación de un gesto, de alguna manía escondida. En este esfuerzo siempre habrá un poco de literatura de por medio, la promesa escondida de la ficción entre los pliegues de la memoria. “Con el cuidado del arqueólogo que toca sin dañar, que desempolva sin quebrar, mi intención es abrir y preservar, a la vez, esta escritura: des y recontextualizando en una lectura desde el presente”, escribe Rivera Garza. Y cómo no va a ser así: la escritura fija el pasado, pero también es la llave para volver a interpretarlo. Visto así, la literatura, más que un camino, es un laberinto.

Cristina Rivera Garza ha escrito una pesadilla con la que muchas familias mexicanas despiertan todos los días. Volver a entrar a la zona de un trauma activa, inevitablemente, los resortes de la tristeza, la nostalgia o la rabia. Algo queda, sin embargo, en los cajones de la memoria. Sospecho que el libro fue escrito no tanto por el temor al olvido —cómo hacerlo después de algo así—, sino como el entrelazamiento definitivo entre las dos hermanas.

Visto así, Liliana y Cristina Rivera Garza han escrito un libro memorable.

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