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Mujeres a las gubernaturas

Laura Rojas

Laura Rojas

Agora

El viernes pasado, se dio un importantísimo paso más hacia la igualdad en los cargos de elección popular entre mujeres y hombres en nuestro país, ya que el Instituto Nacional Electoral aprobó un acuerdo que establece que los partidos políticos deberán postular, al menos, siete candidatas mujeres para contender en las quince elecciones de gobiernos estatales que ocurrirán el siguiente año. Esto, para hacer realidad la histórica reforma constitucional aprobada en 2019 conocida como la reforma de paridad total, que ordena que todos los órganos del Estado, en todos los niveles, estén conformados de manera paritaria, y que las mujeres participen en todos los espacios de decisión pública. Específicamente, el artículo 35 fue reformado para dejar claro que son derechos de la ciudadanía: “Poder ser votada en condiciones de paridad para todos los cargos de elección popular, teniendo las calidades que establezca la ley”.

No queda duda de que “todos los órganos del Estado, en todos los niveles” y de que “todos los cargos de elección popular” incluyen las gubernaturas, el último espacio de elección popular que la paridad no ha logrado alcanzar aún. Este espacio, como lo eran muchos otros espacios de decisión, ha sido tradicionalmente ocupado mayoritariamente por hombres, no porque no haya mujeres capaces, preparadas o competitivas para ser gobernadoras, sino porque las desigualdades estructurales en razón de género dificultan el acceso de las mujeres a las candidaturas.

Dichas desigualdades estructurales han sido ampliamente reconocidas en el derecho internacional y nacional, y son la razón de las acciones afirmativas que a través de leyes y jurisprudencia se han establecido en nuestro país para combatirlas. Algunas de éstas, según el propio acuerdo del INE, consisten en discriminaciones y prejuicios tan sutiles que impiden confiar en las mujeres puestos de responsabilidad o las prácticas patriarcales que limitan que las mujeres avancen en sus profesiones, independientemente de sus méritos o logros laborales; el trabajo doméstico y de cuidado en el cual las mujeres se ven inmersas a raíz de los estereotipos de género y debido al cual enfrentan múltiples jornadas laborales; la educación sexista, las estructuras laborales, horarios y dinámicas masculinas; o el que no se valore a las mujeres por criterios estrictamente profesionales, sino de acuerdo a sus características físicas, lo que las deja en una situación de desventaja y de subordinación para aspirar a un puesto de decisión.

Entonces, los argumentos de quienes sostienen que las mujeres exigimos un lugar sólo por el hecho de ser mujeres, o que los cargos no deben de definirse con base en el sexo, ignoran el contexto de desigualdad estructural que ha prevalecido en la competencia por las candidaturas entre hombres y mujeres, y que las acciones afirmativas son un acto de justicia resarcitoria para un género que durante siglos fue excluido de la posibilidad de participar en la vida pública.

Pero lo más importante a destacar es que ésta no es una lucha entre mujeres y hombres por el poder, sino por construir una sociedad inclusiva e igualitaria en la que existan las mismas posibilidades para todas y todos de participar en la construcción de un mejor país, y en la que los órganos del Estado se enriquezcan con las visiones de ambos géneros.

Sobre todo, esta lucha es para que las aspiraciones de las que vienen ya no enfrenten obstáculos. Parafraseando a Kamala Harris, vicepresidenta electa de Estados Unidos: una mujer puede ser la primera en un cargo, pero no será la última, porque cada pequeña niña verá que su país es un país de posibilidades.

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