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Militarización sin fin

Laura Rojas

Laura Rojas

Agora

Creo que quienes votaron por el presidente López Obrador no esperaban que a mitad de su sexenio siguiéramos hablando sobre un país militarizado. Seguramente lo que imaginaron es que, más bien, hablaríamos del regreso de las Fuerzas Armadas a los cuarteles, según lo prometido, pero no, sobre perpetuar ad infinitum su participación en tareas de seguridad pública.

Sobra decir que la propuesta presidencial de modificar la Constitución para incorporar a la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional es una decepción, incluso para quienes no votamos por él, pero creímos y compartimos su otrora convicción antimilitarista.

Transferir la Guardia Nacional —cuyo debate de creación se centró en que fuera un cuerpo civil bajo un mando civil— a la Sedena implica evadir, ya sin disimulos, la responsabilidad de formar una policía al margen de las Fuerzas Armadas para cumplir con las tareas de seguridad pública y terminar de normalizar lo irregular.

¿Cómo es que llegamos a este punto? Recordemos que casi al principio de su mandato, a petición del entonces gobernador de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel, Felipe Calderón desplegó a las Fuerzas Armadas con la promesa de que esa actividad sería extraordinaria y temporal. Se estableció una política para el fortalecimiento de las policías estatales y municipales, pero terminó el sexenio y Calderón había sembrado la semilla de la militarización.

Las quejas por violaciones a derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas empezaron a aparecer, llegando a instancias internacionales, igual que las recomendaciones de organismos multilaterales y los señalamientos de otros gobiernos. La historia se agudizó durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, ya que la eficacia del Ejército y la Marina en el cuidado directo de la población generó un desincentivo para apresurar la formación de policías capacitados y confiables.

La permanencia de soldados y marinos requería un marco legal para actuar, el cual llegó con la Ley de Seguridad Interior que, hacia el final del sexenio de Peña Nieto, generó un amplio debate que terminó en la Corte, debido a una acción de inconstitucionalidad presentada por legisladores de oposición, en donde fue declarado que, en efecto, la actuación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad no tenía asidero constitucional.

La llegada de López Obrador al poder ha significado no sólo la continuidad de la dependencia en las Fuerzas Armadas para la seguridad pública, sino su profundización. La solución del actual Presidente no fue desandar el camino de sus antecesores y cumplir con el texto de la Constitución, cuyo fundamento no es más que el equilibrio entre poder civil y poder militar, sino modificarla para habilitar al Ejército y a la Marina para desempeñar tareas policiales. El Congreso lo concedió en el contexto de la reforma que creó la Guardia Nacional, la promesa de policía de la 4T, que resultó en un timo porque a los pocos meses, a través de un acuerdo presidencial, de nuevo se desplegó a los militares en el territorio. Dicho sea de paso, el acuerdo presidencial está controvertido ante la Corte por considerarse que incumple con la Constitución.

La intención del presidente López Obrador siempre fue entregar la seguridad pública a las Fuerzas Armadas, por lo que, aunque el Congreso estableció que la Guardia Nacional dependa de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, cuyo titular es un civil, se reformó su reglamento para permitir que el secretario delegue facultades en el comandante de la Guardia Nacional, cediendo así el mayor control posible a las Fuerzas Armadas.

Se entiende y se reconoce el trabajo de combate al crimen que soldados y marinos han hecho durante estos casi 15 años, pero no hay que olvidar que ese papel no les corresponde y que, como país, no podemos simplemente renunciar al deber de otorgarle seguridad a nuestros ciudadanos por quienes deben garantizarla: los civiles.

 

                *Diputada federal.
                Expresidenta de la Cámara de Diputados.

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