Logo de Excélsior                                                        

Persiste el divorcio

Juan Carlos Talavera

Juan Carlos Talavera

Vórtice

Los libros de Jorge Ibargüengoitia son el espejo más nítido de la vida cotidiana. En ellos, critica y replantea desde el oficio de nuestros políticos hasta las razones por las que alguien podría odiar la escuela mexicana. Yo no la odio. Bueno, no la odiaba, hasta que la pandemia me obligó a asumir las funciones de profesor, instructor, diccionario y biblioteca ambulante para resolver incógnitas que mi memoria extravió. Por lo menos agradezco que no deba hacer honores a la bandera en el centro de la sala ni soportar el olor a gis o a plumón.

En ese estado de gracia, en este sábado de pandemia y como cualquier turista de sofá, veo los efectos del aislamiento y a estas alturas pareciera que perros y gatos se organizan para desalojar a sus dueños, mientras nuestros heroicos funcionarios se dedican a demoler las añejas y corruptas estructuras culturales, al ritmo de la Cabalgata de las Valquirias, para dar paso a novísimas y corruptas instituciones culturales que serán envueltas en el espíritu de otro elefante blanco.

En esta lista de quejas vuelvo a Ibargüengoitia, ese rey de la socarronería que en uno de sus textos ilumina su desencanto por la dictadura escolar, con las soporíferas ceremonias y esa tribu de alumnos que hace trampa para evitar el castigo, o de la otra tribu que es castigada con planas dedicadas a la virtud de la madre mexicana sólo por recrear, en el salón de clase, la fogata de los primeros hombres.

Es imposible generalizar sobre la realidad de las aulas en México. Pero la cuarentena me sorprendió con explicaciones sobre el triángulo escaleno y el valor de los ángulos suplementarios, mientras el infante a mi cargo intenta aprender el valor de todo esto en videos de once minutos que sus profesores han encapsulado y subido, con esfuerzo, a YouTube. Por favor, tome una cápsula por día.

Luego viene el resto de las asignaturas y, de pronto, soy experto en presentaciones virtuales, en elaboración de trípticos y carteles, cuadros sinópticos y mapas conceptuales. En una de ésas hasta podría abrir una papelería clandestina para que los niños consigan planisferios ¡en plena fase 3! Ahora sólo escucho una vocecilla necia que hace la misma reflexión: ¿Puede alguien pensar en los padres?

Pero como dice Ibargüengoitia, “después de esto, no me extraña que haya problemas estudiantiles en todas partes del mundo. Lo que me extraña es que los niños no hayan quemado todas las escuelas”. Una cosa es cierta: ninguna escuela de educación básica promedio estaba lista para este escenario… y después de la pandemia tampoco lo estarán.

Juan José Arreola afirmaba que los maestros no son apóstoles ni sabios ni buenos, sino hombres defectuosos de quienes podemos tomar la voluntad, la disciplina y el esfuerzo de aprender y trabajar.

Eso está muy bien, pero encuentro poco estimulante el aprendizaje estilo classrooom donde esos hombres imperfectos no avivan la reflexión, la crítica ni el debate, en momentos donde WhatsApp es la herramienta. Tampoco les piden recorridos virtuales por algún museo de México o el mundo, que visualicen algún concierto o descarguen y lean algún libro gratuito del Fondo de Cultura Económica (FCE).

Sólo vemos el mismo sistema del resumen y la repetición como fórmula. Aquí me pregunto si Alejandra Frausto, Lucina Jiménez, Paco Ignacio Taibo II y Alfonso Suárez del Real se han percatado de que no lograron aprovechar ese impasse inédito que puso a 25 millones de alumnos de educación básica en casa, para lograr engancharlos con sus contenidos culturales. Esto sólo confirmaría que persiste el divorcio entre escuela y cultura, y que nuestros impuestos apenas sirven para que, desde las instituciones, se lancen miles de botellas al mar, olvidando que ese sitio ya es dominado por los videojuegos y los monstruos del streaming comercial.

 

Comparte en Redes Sociales

Más de Juan Carlos Talavera