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Nicaragua y las rémoras del décimo comandante

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

 

Con todas las vicisitudes y vaivenes de nuestra historia contemporánea, México se ha caracterizado por una política histórica de respaldo a los derechos humanos y en contra de las dictaduras en América Latina. Sobre todo en los años 70 y principios de los 80, con las dictaduras en el cono sur y en Centroamérica, esa toma de posición fue notable, no sólo en la recepción de perseguidos políticos provenientes de esos países, sino también con posturas diplomáticas muy firmes que le dieron legitimidad a nuestro país en el ámbito global.

Es verdad que no era una historia de blancos y negros, sino que se desenvolvía en una amplia gama de grises, que esa toma de posición también tenía como trasfondo legítimos intereses geopolíticos y la ubicación de México en el contexto de la Guerra Fría. O que la condena que se extendió a las dictaduras en Chile, Argentina y muchas otras naciones nunca alcanzó ni con el pétalo de una rosa de una crítica al régimen cubano (aunque en muchas ocasiones se operó en forma subrepticia para buscar acuerdos en temas muy específicos con el gobierno de Fidel Castro, en asuntos relacionados con derechos humanos, no siempre con éxito).

Pero nada de eso desmiente o niega los esfuerzos realizados que, literalmente, salvaron la vida o atenuaron las condiciones de represión de cientos de miles, quizá millones, de personas en todo el continente. Una de las principales escalas diplomáticas de ese viaje fue Nicaragua. En 1979, luego de varias acciones guerrilleras del Frente Sandinista de Liberación Nacional, que era el brazo armado de una amplia coalición que se oponía a la dictadura de Anastasio Somoza, el dictador (a cuyo padre el presidente Franklin D. Roosevelt había calificado como “un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”) se tambaleaba, pero el FSLN no tenía armas ni fuerza política suficientes para terminar de derrocarlo. Unas y otra llegaron de varios países, como Cuba, pero también de México. El apoyo que el gobierno de José López Portillo le dio al FSLN fue determinante, en todos los sentidos, para derrocar la dictadura.

Fue tal ese apoyo que en Managua se hablaba del “décimo comandante”. Es que el FSLN tenía un directorio de nueve comandantes, entre ellos el actual dictador, Daniel Ortega, que compartían el poder (antes de que Ortega y su hermano Humberto, jefe del ejército, se deshicieran, de una u otra forma, de los demás). El décimo comandante era el embajador de México en Managua, Augusto Gómez Villanueva, un político muy conocido que fue muy cercano a Luis Echeverría, López Portillo y otros mandatarios, que, en los hechos, operaba y gobernaba cotidianamente con los otros nueve comandantes. Es verdad que había —era 1979, 1980— enormes carencias en un país empobrecido y que salía de una guerra civil que nunca terminó, pero también lo es que México —y, en menor medida, otras naciones como Francia o Suecia— tuvieron un rol protagónico para que el gobierno surgido de la caída de Somoza pudiera sobrevivir.

Han pasado muchos años. Desde entonces, hubo, a fines de los años 80, una corta alternancia democrática, pero de ella salió un gobierno de Daniel Ortega depurado de otros mandos y aliados del FSLN, que tomó una dinámica cada día más reaccionaria, más autoritaria, eliminando y reprimiendo, sistemáticamente, todas las oposiciones. Un régimen formado en torno a Ortega y su esposa, vicepresidenta y sucesora, Rosario Murillo, que comanda las alas más duras del régimen.

Murillo salvó a Ortega cuando estuvo a punto de caer después de que una de sus hijas lo acusó de haberla violado desde niña. Cuando su situación parecía irrecuperable, Murillo desconoció a su hija y respaldó a su marido, desde entonces su poder no ha hecho más que crecer, con una alianza extraña con los sectores más conservadores de la Iglesia católica. Personajes fundamentales en la caída de Somoza, como el escritor Sergio Ramírez o el poeta Ernesto Cardenal, tuvieron que emigrar o quedar en el ostracismo. Como ellos, muchos más.

La represión que lanzó el régimen de Ortega contra sus opositores, cuando los estudiantes salieron a la calle hace un par de años, fue feroz, con muertos, desaparecidos, detenidos. Y ahora que se aproximan elecciones generales, donde Ortega y Murillo planean reelegirse por tercera vez consecutiva, el régimen ha decidido acabar con cualquier expresión opositora, desde los medios hasta los precandidatos de la oposición. Los medios opositores han sido todos rigurosamente cancelados y cinco precandidatos de la oposición han sido, todos, detenidos en las últimas semanas.

La OEA y la ONU han emitido declaraciones exigiendo al régimen de Ortega el respeto a los derechos humanos y que realice elecciones libres. Pero México, vulnerando su tradición e incluso su responsabilidad por el papel que jugó en entronizar el actual régimen (aunque, obviamente, no es responsabilidad de nuestro país la deriva que tuvo el sandinismo), ha decidido no apoyar esas mociones y, con la coartada de no intervenir en asuntos de terceros países, le termina dando legitimidad a un régimen dictatorial.

Es verdad que la cancillería ahora llamó a consultas al embajador Gustavo Alonso Cabrera, pero la posición de nuestra diplomacia sigue siendo actuar fuera de las vías planteadas por los organismos internacionales.

 

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