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Flores Olea, toda una época

Humberto Musacchio

Humberto Musacchio

La República de las letras

Muere Víctor Flores Olea y con él se va toda una época, quizá la mejor en la vida de la Universidad Nacional Autónoma de México, años aquellos cruzados por grandes movimientos estudiantiles, una intensa actividad cultural, salones de clase atestados y un área de investigación con menos recursos y mejores resultados.

Para los jóvenes iracundos de esos años, toda autoridad estaba en el campo enemigo, todo funcionario de la UNAM era “burgués” y cualquiera de sus hechos era reprobable. Sí, ciertamente esa visión era exagerada, injusta y con frecuencia gratuitamente belicosa, pero se explicaba porque las cárceles estaban llenas de presos políticos, porque el PRI-gobierno, como decíamos entonces, inundaba con su autoritarismo hasta el último respiradero y el futuro para los jóvenes era someterse a un régimen corrupto o ir a prisión y hasta morir en cualquier intento de cambiar el orden de cosas.

Por eso desconfiábamos de los mayores y de toda autoridad, pero de vez en cuando nos teníamos que rendir ante las evidencias de que no todo era reprobable, pues, por citar un caso, la llamada generación de Medio Siglo ha sido, por lo menos en el ala de humanidades, la más brillante y a la que debemos las mayores aportaciones en la renovación y transmisión del conocimiento.

Flores Olea perteneció a esa camada de la Facultad de Derecho, la que se agrupó en torno a la revista Medio Siglo. Al terminar sus estudios de derecho, en 1956, nuestro personaje tomó cursos de posgrado en la Universidad de Roma, en el Instituto de Estudios Políticos de París y en la London School of Economics, lo que le permitió regresar a México armado con un potente bagaje cultural, una visión más amplia del mundo y una red de relaciones que le serían muy útiles.

En el Réquiem por la muerte de su cercanísimo amigo (La Jornada, 24/XI/20), Porfirio Muñoz Ledo ofreció una nómina de aquella cofradía a la que pertenecieron y que contribuyó a la renovación del pensamiento e intentó, con magros resultados, llevar a México por un mejor camino: Carlos Fuentes, Javier Wimer, Luis Prieto, Arturo González Cosío, Enrique González Pedrero, Marco Antonio Montes de Oca, Eduardo Lizalde, Sergio Pitol, Salvador Elizondo y, entre otros, el infaltable Carlos Monsiváis.

Ya instalado en la UNAM, Flores Olea fue profesor de la entonces Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, que dirigía el doctor por  La Sorbona, Pablo González Casanova. En la ENCPS confluyeron otros maestros igualmente viajados, con sólida formación académica y dueños de una visión de izquierda nutrida por el existencialismo y las corrientes marxistas de posguerra.

Coordinador de los cursos de invierno y del Centro de Estudios Latinoamericanos en la segunda mitad de los sesenta, Flores Olea trajo a los pensadores que más influían en las ciencias sociales, a quienes fuimos a escuchar y nos obligamos a leer. En los setenta, cuando un grupo de facinerosos echó de la Rectoría a Pablo González Casanova, en la Junta de Gobierno, para ocupar el más alto cargo de la UNAM, surgió la candidatura de Flores Olea, quien, lamentablemente, prefirió ocupar la Subsecretaría de Cultura de la SEP, de acuerdo con el citado Muñoz Ledo.

Sobra decir que hubiera sido un excelente rector. Con su creatividad, su capacidad ejecutiva y su legitimidad intelectual habría dado a la casa de estudios un rumbo menos incierto y un brillo que mucho necesita hoy. Con él se habría negociado debida y respetuosamente con los estudiantes y con los trabajadores académicos y administrativos para establecer unas relaciones laborales sanas y constructivas, habría gestionado con mayor energía el presupuesto, privaría el orden académico en la vida de la institución, la carga administrativa no sería el pesado lastre que es ahora y la Universidad se habría salvado de convertirse en botín de mafias académicas y de las otras.

Pero el hubiera no existe. Víctor Flores Olea hizo una brillantísima carrera como funcionario público, prestigió a México como diplomático y dejó valiosa obra escrita y fotográfica. Ante la fatalidad de la muerte, hemos de conformarnos con decir de él, como su amigo Porfirio, que “cimbró nuestras edades y reanimó sueños morosamente compartidos”.

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