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Fragilidad y fortaleza

Gustavo Mohar

Gustavo Mohar

 

A los que sufrimos el terremoto en 1985 nos hizo revivir la sensación de absoluta impotencia ante la oscilación de nuestra casa, el azote de las lámparas con el techo, la caída de los libreros, el ladrido de los perros, el crujido, le pérdida de equilibrio y la angustiante decisión de salir corriendo, esperar a que se detenga o que “pase”, meterse abajo de una mesa o, como nos decían entonces, “párate debajo de una puerta”…

Recordamos las calles invadidas por los vecinos en sus ropas de dormir, con el pavor en sus rostros, buscando a alguien que nos dijera qué hacer. A los minutos nos enteramos por el radio de la magnitud del desastre, aparecieron las primeras imágenes de los edificios colapsados, las sirenas de la Cruz Roja, la llegada de los militares, marinos y policías a las tareas de rescate.

A la vez, aparecieron por todos lados miles y miles de ciudadanos; la mayoría, jóvenes hombres y mujeres que, como hormigas, subían por las montañas de escombros, con cubetas, picos, palas e improvisados tapabocas, buscaban sin cansancio posibles sobrevivientes.

Hace 32 años presencié en el Centro Médico el rescate de los bebés que estaban en las cunas; conmovía el silencio cuando se lograba el rescate de uno de ellos, la gente lloraba y aplaudía. Trabajaba entonces en Palacio Nacional y recorrí el ahora Centro Histórico destrozado, decenas de edificios destruidos. La noche siguiente viene la réplica que vuelve a sacudirnos. Al salir al Zócalo la escena era dantesca: miles de gentes corrían hacia el centro de la plaza, cargaban desde una maleta, hasta una televisión, un refrigerador. Muchos prendían veladoras y rezaban hincados frente a la Catedral que tocaba sus campanas.

Aprendimos que la secuela no sólo es física, la reconstrucción tomó mucho tiempo, se improvisaron campamentos, surgieron “fondos” para financiar la recuperación o construcción de vecindades centenarias, conjuntos habitacionales. Pero un efecto que nos afectó por muchos meses más fue la sensación de fragilidad, de miedo, de insomnio y de reacciones de pánico ante el menor sacudimiento de la tierra.

De manera paralela nos tomó por sorpresa la solidaridad que demostraron innumerables personas, se olvidó la distancia, el prejuicio, el desconocimiento entre los vecinos de la Condesa con los jóvenes de Iztapalapa o Tepito. Los centros de acopio no se daban abasto para canalizar las toneladas de donaciones.

Por mucho tiempo el terremoto era el tema obligado de plática en las reuniones, vivimos una catarsis colectiva para amainar los miedos individuales y comprobamos que al compartirlo con la familia, los amigos o los colegas de trabajo, sentíamos un alivio, un sentimiento de fraternidad, de pertenencia.

Apareció entonces un sentimiento soterrado de orgullo, de fortaleza. Las interminables historias de héroes anónimos, aparecieron “los topos”, improvisados expertos en arrastrarse por minúsculos espacios rodeados de cemento, de vigas cuarteadas y temblorosas, de afiladas puntas de varilla, para sacar a niños, niñas, mujeres y hombres atrapados, heridos mortales. Supimos de verdaderos milagros de sobrevivencia, de la determinación para reconstruir patrimonios de vida perdidos en unos segundos de terror.

Hoy, como hace 32 años, los que sobrevivimos la furia de la naturaleza, fuimos testigos de la fragilidad, la vulnerabilidad que nunca nos abandona, lo iluso de nuestra seguridad, lo inútil de nuestras posesiones o riquezas, de lo efímero de nuestros planes. Al mismo tiempo, nos hemos sorprendido de la inagotable humanidad, compromiso y determinación de la que somos capaces los mexicanos.

Revaloremos de lo que podemos lograr cuando nos unimos, el orgullo de trabajar hombro con hombro con soldados, marinos, policías. Con extraños, con los vecinos con los que no habíamos cruzado más que un saludo. De regalar nuestra ropa, una botella con agua, una torta, un abrazo, un choque de puños ante la alegría de rescatar a alguien que no conocíamos y que muy probablemente no volveremos a ver.

Si pensamos en el ánimo que ha prevalecido en el país en los últimos años, donde la inseguridad, la impunidad, la corrupción y la ausencia de un real Estado de derecho nos han llevado a un escepticismo sobre nuestro futuro colectivo, esta tragedia nos deja una lección fundamental: la sociedad es la que tiene la palabra, la iniciativa y la legitimidad para unirse, para decidir, para expulsar y repudiar a los políticos farsantes, a los oportunistas partidos políticos, a exigirles que sean solidarios, que entiendan que no es un acto de generosidad “ceder” el dinero monumental que iban a recibir. En suma, de exigirle al gobierno que cumpla para lo que lo elegimos: hacernos sentir orgullosos de ser mexicanos.

 

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