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El horror

Gustavo Mohar

Gustavo Mohar

El 11 de septiembre de 2001,  Estados Unidos no sólo sufrió un atentado terrorista que cobró cerca de tres mil muertes, sino que surgió un trauma colectivo que subsiste hasta la fecha, al demostrar que su territorio dejó de ser invulnerable ante el odio del fanatismo; bastaron 19 sujetos decididos a morir para derrumbar no sólo edificios emblemáticos, sino el aura del poder intocado desde su fundación.

Unos años antes, el 19 de abril de 1995, dos jóvenes fanáticos ciudadanos de ese país, Timothy McVeigh y Terry Nichols, dinamitaron en Oklahoma un edificio de gobierno donde murieron 168 personas, 19 de ellos niños que estaban en la guardería para los hijos de los empleados. Lo escalofriante es que les bastó rentar una camioneta y mezclar kilos de amoniaco con productos químicos caseros que compraron en un centro comercial. McVeigh fue ejecutado el 11 de junio del 2001 sin demostrar el menor arrepentimiento; su colega Nichols fue sentenciado a cadena perpetua.  En lo que se considera como  el primer ataque terrorista en Estados Unidos,  se develó   que  esta amenaza   no sólo venía del extranjero,  sino que se encuentra entre sus propios ciudadanos.

El ataque del pasado fin de semana ha conmocionado a la opinión pública mundial, la cual se pregunta cómo pueden suceder actos de este tipo, cómo evitarlos, cómo explicarlos, no sólo en Estados Unidos, sino en varias de las principales ciudades en Europa y Asia.

Los gobiernos han tenido que reconocer la casi imposibilidad de prevenir y desactivar a individuos que logran evadir sus redes de inteligencia, sus enormes bases de datos (Estados Unidos cuenta con un sistema que revisa en menos de un minuto más de 450 mil nombres para verificar si alguien que se presenta en sus puertos de entrada o solicita una visa está considerado como sospechoso, vinculado a alguna organización delictiva o terrorista, si es prófugo de la justicia o si existe una mera sospecha de representar un peligro) y sus informantes clandestinos. 

Omar Mateen, el asesino de Orlando nacido en Nueva York, había sido interrogado en dos ocasiones por el FBI, que lo dejó libre y ¡lo borró de dicha base por no encontrar razones para mantenerlo! No sin razón, su director declaró que sería ilegal mantener en observación a personas que no tienen el menor indicio de ser un peligro.

Peor aún, este sujeto compró las armas con las que asesinó a cincuenta inocentes un mes antes de su ataque, una de ellas de alto poder, diseñada para uso militar; la compra fue perfectamente legal, pues el que  la vendió no tenía obligación de verificar sus antecedentes y si lo hubiera hecho, no hubiera encontrado nada.

Trump aprovecha estas muertes de manera burda e irresponsable para aumentar el miedo y prejuicios de los americanos al proponer no sólo prohibir la llegada de musulmanes a su país, sino investigar a los  que ya residen allí; un cada vez más irritado Obama lo denuncia y acusa de plantear ideas  que llevarían a Estados Unidos a dejar de ser el país fundado en valores de inclusión y libertad religiosa. 

Si partimos de 2001, llevamos ya casi 15 años con la presencia recurrente del terror en diversas latitudes del mundo. Nosotros no estamos exentos por el barbarismo de la delincuencia organizada que opera en México, vivimos con miedo de sufrir en lo personal, o a través de un amigo o  de un familiar, alguna atrocidad inesperada y por supuesto inmerecida.

El horror como sentimiento causado por algo terrible, como aversión profunda a algo, como monstruosidad, parece haber llegado para quedarse por un tiempo indeterminado. Son muchas las causas que lo explican y alimentan y  pocas las soluciones realistas para combatir sus raíces.

Twitter: @GustavoMohar

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