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El diagnóstico no es una etiqueta: es una luz. Nombrar lo que nos pasa nos permite dejar de fingir normalidad y empezar a construir bienestar.

“Tienes muy buena memoria, muy buenas calificaciones… pero te distraes mucho”, me decían algunos profesores, con un tono entre el regaño y la resignación.

Quienes me conocen saben que me encanta platicar. No puedo guardar silencio ni en el elevador con desconocidos. En la escuela, mi forma de aprender era distinta, pero nunca lo vi como un problema. Mi familia tampoco. Al final, lo que importaba era que obtenía buenas calificaciones.

Años después, ya siendo adulta, con una agenda saturada, un bebé en brazos y la vida aparentemente en orden, algo dentro de mí se seguía sintiendo fuera de lugar. El confinamiento por covid-19 amplificó esa sensación de caos interno. Hasta que llegó una palabra que lo cambió todo: Trastorno por Déficit de Atención (TDA). O, como se nombra actualmente, TDAH de tipo inatento.

Fue una revelación. Me generó confusión, pero a la vez un alivio. No, no era flojera. No era drama. No era desinterés. Era mi cerebro funcionando de manera distinta.

Durante la pandemia, el interés por el TDAH creció, sobre todo en redes sociales como TikTok, donde más mujeres reconocimos nuestros síntomas y buscamos respuestas. Pero el diagnóstico no siempre llega fácil: faltan profesionales capacitados y sobran prejuicios.

Octubre es el mes de concientización sobre el TDAH, un trastorno del neurodesarrollo con fuerte base genética, aunque también influido por el entorno. Pero más allá de la biología, hay algo profundamente social en cómo se ha entendido —y diagnosticado— este trastorno.

Durante décadas, el TDAH se estudió casi exclusivamente en niños varones, porque sus síntomas suelen ser más visibles: hiperactividad, impulsividad, interrupciones constantes. Las niñas, en cambio, aprendemos desde pequeñas a “portarnos bien”, a no molestar, a compensar el caos interno con esfuerzo invisible. Nos volvemos expertas en sobrevivir sin entender qué nos pasa.

Ese silencioso camuflaje tiene un precio alto. Nos juzgan por distraídas, olvidadizas, desorganizadas. Pero lo más cruel es cuando el juicio viene de nosotras mismas: “soy un desastre”, “seguro exagero”, “debo esforzarme más”. Nos exigimos el triple, cargamos la culpa y el cansancio de intentar encajar en moldes que no fueron hechos para nosotras.

Por eso, cuando tantas mujeres comenzamos a reconocer nuestros síntomas, no fue porque el TDAH se “puso de moda”. Fue porque por fin nos estábamos escuchando. Porque empezamos a ver que el problema no era nuestra falta de disciplina. Que no estábamos mal, incompletas, sólo funcionando distinto.

Vivir con TDAH es como tener veinte pestañas abiertas en el navegador del cerebro: saltar de una a otra sin saber cuál cerrar primero. Pero también es vivir con una mente llena de ideas, con sensibilidad intensa, con creatividad desbordante. Sí, a veces perdemos las llaves, iniciamos cinco tareas a la vez, perdemos el enfoque y hasta la noción del tiempo, pero también encontramos conexiones que otros no ven.

El diagnóstico no es una etiqueta: es una luz. Nombrar lo que nos pasa nos permite dejar de fingir normalidad y empezar a construir bienestar.

Si estás leyendo esto y te reconoces en cada olvido, en cada intento de orden que se desmorona, quiero decirte algo que me habría gustado escuchar antes: No estás sola. No estás fallando. No estás fuera de lugar.

Tu cerebro es sólo otro mapa. Y, aunque no siempre sea el más fácil de interpretar, también puede llevarte a lugares maravillosos.

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