La maternidad no siempre es rosa
Las imágenes duelen. Y resulta fácil opinar, castigar, señalar —sobre todo— a la madre que tomó esa decisión radical. Pero, ¿qué historia hay detrás de esos nacimientos?
Siete meses transcurrieron para que pudiera tener en mis brazos a mi hijo. Cinco de esos meses, supimos que él ya estaba aferrado a la vida dentro de mí. Matías nació antes de tiempo, tras poco más de 30 semanas de gestación y con algunas condiciones propias de la inmadurez por prematuridad. Yo, con principios de una falla renal provocada por la preeclampsia, con mucho miedo, con un cuerpo que gritaba por ayuda, con médicos cubiertos de pies a cabeza.
Recuerdo esa mañana de domingo. Escuché su llanto en una sala llena de médicos, pero también de una profunda soledad. Matías nació en medio del caos del confinamiento por covid-19, en un hospital que más parecía un búnker que un lugar para dar vida.
No dimensionaba lo difícil que sería todo, ni el entorno tan hostil en el que llegó. Como madre primeriza, no había punto de comparación.
Por ser un neonato sospechoso de covid-19, lo llevaron a una sala especial. Una bodega improvisada se convirtió en terapia intensiva para mi hijo. Lo trasladaron ahí porque es a donde iban los bebés cuyos padres no tenían una prueba PCR negativa. Así fueron sus primeros días de vida y así comenzó mi maternidad.
Generalmente se habla de lo mágico, de lo transformador que es tener un hijo. De cómo llega a llenar de amor tu existencia. Pocas veces se habla de lo otro: del cambio de vida. De ese giro de 180 grados. De ser también mujer trabajadora que tiene que aprender a distribuir las 24 horas del día de manera que “compense” las noches sin dormir. Poco se habla del miedo constante, del cansancio emocional, de la culpa por no saber hacerlo perfecto y por llorar en silencio cuando ya no puedes más. Y eso que hablo desde el privilegio: tuve un embarazo acompañado, el acceso a atención especializada, a un buen hospital, a información. Tuve una red mínima de apoyo. Esperé a mi hijo con una gran ilusión.
Pero no todas las historias son así.
Hace apenas unos días, en menos de 48 horas, fueron encontrados dos bebés recién nacidos abandonados: uno en los baños del Metro UAM-I en Iztapalapa; el otro, en plena avenida Jalisco, en la colonia Tacubaya. Se sumó un tercer caso en Escobedo, Nuevo León, donde el cuerpo de una bebé fue encontrado en un camión recolector de basura.
Son vidas que, seguramente, no fueron planeadas. Las imágenes duelen. Y resulta fácil opinar, castigar, señalar —sobre todo— a la madre que tomó esa decisión radical. Pero, ¿qué historia hay detrás de esos nacimientos?
No lo sé. Pero lo que sí sé es que no se puede hablar de abandono sin hablar de pobreza, violencia familiar, falta de educación sexual, ausencia de redes de apoyo, misoginia estructural e instituciones rebasadas. De todo eso que convierte a la maternidad en una condena para muchas mujeres.
Más de un millón de niñas y niños en este país han perdido el cuidado de sus padres por causas como el narcotráfico, la violencia, la explotación, la migración forzada, las adicciones. Mientras tanto, seguimos romantizando la maternidad y juzgando a la mujer que abandona, pero no analizamos a la sociedad ni al Estado que la abandonó primero a ella.
Urgen políticas públicas de prevención, acceso universal a salud sexual y reproductiva, educación integral, espacios seguros, atención psicológica y acompañamiento digno. Guardar silencio y aceptar la falta de acciones concretas nos convierte en cómplices de un país que puede imponer la maternidad, pero no acompaña a quien decide maternar.
