La utopía vuelve a La Habana
Existe una tensión dialéctica, en mejores términos, un diálogo, entre lo utópico y lo posible;no puede saberse a priori qué fines políticos son utópicos y cuáles no lo son.La praxis política, basada en la racionalidad prudente, va derivando conclusiones prácticasa través de los hallazgos ideológicos y éticos de las utopías. Sin embargo, tampoco se tratade opciones excluyentes entre sí, sino de los elementos necesarios para la conformaciónde la identidad política y la conformación de los códigos jurídicos e informalesdel comportamiento de las autoridades, agentes políticos, sociedad civil organizaday ciudadanos en la formación de la voluntad general.
En estos días, La Habana ha vuelto a ser rebelde, más allá del discurso oficial y de la ventana al turismo de la nostalgia revolucionaria; la isla se está atreviendo a soñar de nuevo, generando utopías; así, aun cuando pueda entenderse que la utopía —en cualquier forma que se la exprese— no es un programa político ni un plan de acción, sí es una potencia inspiradora que delata y exhibe las angustias y los anhelos de las sociedades durante sus procesos permanentes de cambio jurídico y político; incluso, para algunas sociedades políticas, como América Latina, en su imposibilidad son poderosos justificantes de la acción política y del marco jurídico; se les utiliza como marco referencial y como paradigma de comportamiento y convivencia política y resultan, en su ineficacia material, una fuente de legitimación para la autoridad y de identidad para la comunidad.
Existe una tensión dialéctica, en mejores términos, un diálogo, entre lo utópico y lo posible; no puede saberse a priori qué fines políticos son utópicos y cuáles no lo son. La praxis política, basada en la racionalidad prudente, va derivando conclusiones prácticas a través de los hallazgos ideológicos y éticos de las utopías. Sin embargo, tampoco se trata de opciones excluyentes entre sí, sino de los elementos necesarios para la conformación de la identidad política y la conformación de los códigos jurídicos e informales del comportamiento de las autoridades, agentes políticos, sociedad civil organizada y ciudadanos en la formación de la voluntad general. Dicho de otro modo, la inclusión de elementos ideológicos dentro de los textos constitucionales obedece a esta necesidad de diseño de rumbo y de declaración de principios colectivos y generales; si bien dichos enunciados están fuera de la racionalidad constitucional, son indispensables para mantener el ayuntamiento de las partes del texto constitucional; sin ellos, al menos para las culturas latinoamericanas, la Constitución carece de espíritu; si para los países de tradiciones jurídicas más pragmáticas —que transfieren sus discursos utópicos a la lucha democrática—, para los países de Iberoamérica, el discurso constitucional utópico justifica la dinámica de la evolución constitucional.
Porque, desde luego, la utopía es necesariamente finalista; cierra o pretende cerrar el expediente de un conflicto histórico o incluso de la historia misma; se basta a sí misma en su concepción y no requiere justificación previa, en otras palabras, es el motor immobile de la vida política. Al dar por concluidos periodos históricos y dinámicas complejas, es fuente de estructuras de larga duración, en términos de Lévi-Strauss, ya sea como un proyecto imperial hegemónico y dominante, esto en las versiones modernas como el “imperio de los mil años” de Hitler o de la idea de la “muerte de las ideologías” y el “fin de la historia” de la era de Reagan y Thatcher; o bien, a través de la consecución de un fin más próximo como la construcción de la identidad política, como en Salvador Allende u Omar Torrijos, la conquista de la justicia social en la igualdad como sucede con la Teología de la Liberación o el movimiento sandinista, esto es la conquista definitiva de la identidad colectiva, como en el caso de América Latina y sus constantes revoluciones.
El concierto barroco de Lezama Lima vuelve a sonar en el Caribe, nuevas formas y nuevos actores; tendemos a desoír la historia y de ahí que Daniel Ortega se vaya pareciendo tanto a Tacho, que no entendamos en México que vivimos sociedades y problemas complejos que ya no pueden con soluciones sencillas; el encierro y la vuelta a la calle nos han demostrado que ningún actor político es suficiente por sí mismo, que ni todo el carisma posible en un sujeto hace transformación, porque, eso, es privilegio de los ciudadanos.
