Fronteras de papel

Qué difícil es despedirse, decir adiós al ayer que no volverá, a los años y los días felices, a los tiempos sencillos, al pasado que siempre fue mejor; a veces pensamos así y nos refugiamos en ese principio de razón porque el mundo se nos vuelve complicado, aunque, ...

Qué difícil es despedirse, decir adiós al ayer que no volverá, a los años y los días felices, a los tiempos sencillos, al pasado que siempre fue mejor; a veces pensamos así y nos refugiamos en ese principio de razón porque el mundo se nos vuelve complicado, aunque, si lo pensamos, siempre ha sido así, el expediente del pasado, del que sólo recuperamos lo mejor, es una especie de colchón que nos protege de las más horrendas caídas. Para eso está ahí.

En esta semana vapuleada y atormentada se marcharon Carmen Salinas y Vicente Fernández, las cápsulas biográficas destacan sus carreras y nos muestran aquel tiempo en que se encumbraron, en el que conquistaron escenarios, películas y obtuvieron premios con su talento. Fueron grandes, en un país de medianías. Exhiben una contradicción fundamental de la cultura nacional y de aquello de lo que estamos hechos los mexicanos.

Para los mexicanos hay una división fantasmagórica, movible a criterio de quien la utiliza, para diferenciar la alta cultura de la cultura popular, la segunda se manifiesta en todas las maneras posibles, nos asalta en la calle, en la fonda de la esquina, en las estaciones de radio; a la primera le corresponden los palacios de arte, las grandes exposiciones y se convierte en el escaparate de lo más sofisticado de nuestra vida colectiva; pero, al mismo tiempo, esa frontera se mueve cuando se utiliza para señalar la diferencia social, educativa, supuestamente cultural; las clases ilustradas no ven películas de Carmen Salinas, odian las telenovelas y consideran que las actuaciones de Vicente Fernández son tolerables como muestras de folclore y cantina. Creer en esta división de la cultura es absurdo, ridículo y, además, ofensivo.

Del mismo modo en que una fotografía aérea nos demuestra que las fronteras son líneas imaginarias, una vista de la historia de cualquier país a cincuenta, cien años, nos deja claro que la división entre alta cultura y cultura popular es pura vacilada, reducto clasista y empuñadura de plata para un cuchillo de palo. Ambas formas se necesitan y se nutren mutuamente, no existe algo así como literatura comercial y literatura de culto, hay literatura bien hecha y literatura mal hecha, el mercado que la consume es otro tema y no es más que segmentación de venta. Cuando veo a Carmen Salinas echar un albur en medio de un parlamento de teatro o de cine, la Corcholata será recordada por más tiempo que muchos gacetilleros que hoy hacen la sensación literaria de los cenáculos, me parto de risa porque el espectáculo que se me ofrece es el de una mujer, una como cualquiera, como la tía Maruca que todos tenemos, irrumpir en lo más patriarcal y machista del lenguaje mexicano, destrozarlo desde su condición de mujer y ponerlo a andar con ese México que nos gusta por sabroso, por frontal, porque así somos, pues. Cuando veo a un hombre a finales del siglo XX en la cumbre de su actividad, vestirse de charro, con todo lo que implica ese traje y afirmarlo como un símbolo nacional para recordar en los escenarios más diversos del mundo que hay un país que se llama México, donde hay mucho más que narcocorridos, asesinatos, feminicidios y desigualdad, no me queda sino pensar que ese señor ha encontrado la clave para transmitir, mediante las emociones más profundas, lo que somos y lo que queremos ser.

El gran error de los gobiernos que hicieron entrar en crisis el sistema político mexicano hasta destruirlo en lugar de llevarlo en paz y a salvo a una democracia con igualdad y sin miseria, no fueron decisiones económicas, fue creer y hacernos creer que somos lo que en realidad nunca fuimos; somos una cultura que se inflama de emoción con el más hermoso poema sinfónico de Iberoamérica, el Huapango de Moncayo y que, saliendo del concierto, se refina unos tacos de suadero en la esquina nomás porque están muy buenos. Es cierto que unos cuantos de nosotros intercalan sin ton ni son palabritas en inglés para darse importancia, pero también hacemos la esgrima del albur; somos los que pueden escuchar en la boda la música de Bernal Jiménez y en la fiesta bailar como desaforados con Margarita, La Diosa de la Cumbia. ¿Ves, Monsi, por qué nos haces tanta falta? No hay posibilidad de vernos de cuerpo entero si no asumimos que esas fronteras están muertas y enterradas, que la cultura es un elemento de inclusión porque cuando la hacemos torre de marfil, entonces, en realidad, somos menos mexicanos que nunca.

Doña Carmen, don Vicente. Mil gracias, que el viaje les sea leve.

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