El camarada Boris te escucha
En las guerras, a menos que se pueda evitar, hay que tomar partido y nosotros ya lo hemos hecho en la ONU y hay que ser consecuentes.
Cuando Rafael Bernal escribió el Complot Mongol ofreció el panorama de un México invadido de espías de todos los pelajes y todas las banderas; sobre todo los soviéticos y los norteamericanos, la CIA y la KGB eran los personajes favoritos de la mitología en la era de la Guerra Fría, hace unos días, después del disparate de la celebración de la amistad ruso-mexicana, el jefe del Comando Norte de Estados Unidos nos informó que somos el país con más espías rusos en el mundo y, si lo saben, es que también nos están vigilando. Eso no es noticia, estamos en guerra, y esta conflagración es un macabro híbrido entre la Segunda Guerra Mundial y las guerras del futuro, que nos vigilen no extraña, que no hayamos querido darnos cuenta que somos parte del fenómeno y no simples observadores, es lo que alerta.
La guerra es el lugar sin límites, un espacio integrado por el campo de batalla, el teatro de los hechos como solía decirse y que implica también objetivos civiles, ésta es la mayor de las desgracias; un campo económico que ya está dejando sentirse por todo el mundo y en el cual somos parte del conflicto —somos socios importantes del líder de la OTAN— y por una dimensión simbólica, en la ONU estamos viviendo esa dimensión como protagonistas. Nos guste o no somos parte del conflicto.
La lógica de la guerra es rara, peculiar; hecha de miedo y de promesas de dolor y, cuando se participa de ella, todo cuanto se dice o se hace en un país se amplifica en los escenarios de la batalla. Los diputados que armaron su festiva comisión con el pretexto barato de la amistad entre los pueblos, nada más vacuo ni común cuando se habla de guerra, hicieron que el triunfo de la resolución que México y Francia logramos en la Asamblea General pasará por la sombra del doble discurso; su irresponsable ridiculez tuvo consecuencias.
En las guerras, a menos que se pueda evitar, hay que tomar partido y nosotros ya lo hemos hecho en la ONU y hay que ser consecuentes, pero también sucede que cuando no se está del lado del agredido, de manera expresa, se está con el agresor aun de manera simbólica; ésa es la diferencia entre Lázaro Cárdenas y Chamberlain respecto de la guerra de España.
Todo cuanto se dice desde un Estado durante el curso de la guerra está dotado de consecuencias y tanto el jefe del Estado, como su canciller, necesitan proteger la coherencia del discurso que, además debe fortalecer el discurso interno, de lo contrario la guerra exporta una de sus semillas más virulentas, la del caos y la confusión; el peor escenario que se puede tener en una guerra es no saber de qué lado se quedó uno, en la guerra no se puede contemporizar ni es el momento de tratar de quedar bien con todos; quien así lo hace corre el riesgo de los que pasan de bando en bando y son, como dice el Apocalipsis, vomitados de la boca del padre.
La guerra es el lugar imposible, el más nefasto y el más tiránico, no tiene ley ni honra, por eso hay que someter a los agresores a la férula de la convivencia internacional; que el embajador de Estados Unidos haga señalamientos, reclamos o solicitudes sólo puede asombrar a los más inocentes o a quienes fingen serlo; la guerra es la negación de la ley y de la civilización y sólo se explica en su lógica de violencia y en la manera en que trata constantemente de extender las ventajas de los contendientes, en la guerra no hay piedad, no hay honor ni tampoco justicia; quien trata con quienes participan de la guerra debe entender que cada palabra se interesa en el sentido bélico.
Un día no habrá más guerras, estoy seguro de ello, ya porque aprendamos a resolver nuestros conflictos de manera civilizada, ya porque no sobrevivamos para aprenderlo; mientras tanto, para evitar el ridículo y el descalabro, aprendamos a usar su lógica y su lenguaje.
