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Para aproximarnos a Simone de Beauvoir

Gerardo Laveaga NA

Gerardo Laveaga NA

Subversiones

Para Florian Blazy

Una muerte muy dulce no es el mejor libro de Simone de Beauvoir. Tampoco el más representativo. Me parece, no obstante, que si queremos aproximarnos a una de las mentes más incisivas de la Francia del siglo XX; si pretendemos involucrarnos con la obra de esta escritora que tanto contribuyó a reivindicar los derechos de la mujer, no podríamos hallar un texto más accesible y seductor.

A diferencia de otros libros de carácter autobiográfico de la autora —Memorias de una joven formal, Los mandarines, La ceremonia del adiós…—, que exigen del lector cierto conocimiento del entorno, Une mort très douce no necesita sino una mente abierta y la capacidad de disfrutar de una pluma ágil. La autora de El segundo sexo —un libro que ha sido definido como “la Biblia del feminismo”— nos narra la forma en que padeció la muerte de su madre. Nada más. La agonía comenzó cuando la anciana, de 77 años, tropezó en su departamento, donde vivía sola, y se rompió el cuello del fémur, motivo por lo que la internaron en un hospital.

La historia ocurre durante los años 60, en París y, a diferencia de otros de sus textos, aquí la autora no quiere convencernos de nada. Sólo rinde testimonio. A partir del accidente, describe el carácter de su madre, la forma en que ésta se mortificaba ante las molestias que causó a las vecinas que le ayudaron y la vitalidad que, durante tanto tiempo, la llevó a considerarse joven. El empeño, no obstante, contrastaba con el cuerpo avejentado de la mujer. Con lástima, pero también con un inevitable sentido de amor filial, Beauvoir describe ese cuerpo que ella va observando poco a poco —la cara, el vientre arrugado, “el pubis calvo”— y concluye en que “ver el sexo de mi madre me había producido un shock… Me sorprendió la violencia de mi desagrado”.

Dado que la salud de la anciana se complica después de la operación del fémur, se le hacen unos estudios que revelan un tumor canceroso en el estómago. Simone y Pupette, sus dos hijas, deciden no contárselo: el cáncer es mortal y los médicos no le dan más de tres semanas de vida. ¿Para qué atormentarla? Pero las sondas y lavativas, los dolores crecientes de la paciente y las nuevas medidas que adoptan los médicos sacan de quicio a Beauvoir. Ante la solicitud que le hace su madre —“Tengan piedad de mí. Acaben conmigo”—, refiere su propia impotencia: “Conseguirme un revólver, abatir a mamá, estrangularla. Varias y románticas visiones…”. Descubre, afligida, que no es lo mismo proclamar el derecho que uno tiene de disponer de su propia vida que, llegado el caso, hacer valer tal derecho.

La muerte llega al fin —“muy dulce”, comparada con otras—, pero ello devasta a la autora: “Prever no es saber: el golpe fue brutal, como si no lo hubiéramos esperado”. La última parte la dedica a hacer una reflexión sobre la inutilidad de la religión —“la inmortalidad, no importa si la imaginamos celestial o terrenal, es incapaz de consolarnos de la muerte, cuando se ama tanto la vida”— y sobre el modo en que su madre se desentendió de los servicios religiosos, con los que algunas amigas y parientas la atosigaron sin éxito.

La novelista francesa cavila sobre el significado de la muerte, la enfermedad y el dolor, obligando a sus lectores a verse reflejados en un espejo inevitable: “Todos los hombres son mortales; pero para todos los hombres la muerte es un accidente y, aunque la conozca y la acepte, es una violencia indebida”. Cuando uno termina de leer este libro, siente la necesidad de buscar otros títulos de la autora.

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