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López Obrador y Biden

Yuriria Sierra

Yuriria Sierra

Nudo gordiano

“Es dar una señal de cooperación al que será el nuevo gobierno de Trump, pero no una señal a ciegas ni mucho menos incondicional. Porque al dárselo a Obama, el gobierno mexicano le está impidiendo al que será nuevo presidente colgarse la medalla completa y presumir ante su gente y el mundo aquello como un logro propio (…) Trump podrá sacarle jugo —pero no todo— a la naranja que le envió anoche el gobierno mexicano…”, esto lo escribí horas antes de que el republicano tomara posesión en 2017. El gobierno del entonces presidente Peña Nieto esperó hasta las últimas horas del mandato de Obama para concluir el proceso de extradición de El Chapo y entregarlo a autoridades de EU. Cuatro años después, el capo está condenado. Parecía un primer guiño entre México y su vecino rumbo al inicio de una nueva era, ya inevitable, en América del Norte.

La administración de EPN encontró las vías para la negociación del T-MEC, pero a pesar de la cercanía, no asentó una relación fraterna. Al menos así lo dejó de manifiesto el inicio de la 4T. Trump y López Obrador se entendieron bien. A pesar de la actitud pendenciera del presidente de EU, a pesar del presidente mexicano aferrado a la Doctrina Estrada (o tal vez por ello), la relación bilateral fue incendiaria a momentos, pero cordial en la práctica. Incluso el presidente estadunidense fue pretexto para la primera salida del país de López Obrador, en medio de la pandemia y que dio ese momento histórico, el del mexicano portando cubrebocas en el avión. Así de cercanos. Por esto no cayó extraño que, tras la elección del 3 de noviembre, el mandatario de nuestro país optara por esperar a que se agotaran las posibilidades legales para validar la elección y esperó.

Le ganó a Vladimir Putin, sí. Le ganó a Jair Bolsonaro, también. Con diferencia de algunas horas, López Obrador envió a Joe Biden una carta tras el aval que, el martes por la tarde, votó el Colegio Electoral en Estados Unidos al proceso del 3 de noviembre: “Tenemos la certeza de que con usted en la Presidencia de EU será posible seguir aplicando los principios básicos de política exterior establecidos en nuestra Constitución; en especial, el de no intervención y autodeterminación de los pueblos…”, se leen en los últimos renglones de esa misiva. Y el invierno se adelantó.

A diferencia de ese regalo que el gobierno de México dio en 2017, Joe Biden recibe una relación bilateral que en los últimos meses encontró razones para el disgusto. La polémica de la detención del general Salvador Cienfuegos, su liberación y el escándalo por la investigación no informada. Llegará a la Casa Blanca un mes después de la aprobación de la Ley de Seguridad Nacional que limita la operación de agentes extranjeros en nuestro país. Una emergencia sanitaria que ya se asoma con diferencias en la estrategia, la que aplican aquí y la que Biden anuncia que será allá.

En cuatro años, la relación internacional más importante de nuestro país es atendida sólo y gracias al trabajo diplomático que hace la Secretaría de Relaciones Exteriores y desde donde, seguro, se tenderán los puentes necesarios para fortalecer la vecindad en una era que se apresura a dejar lejos el sello Trump. La única pregunta es si en Palacio Nacional han entendido la urgencia de redireccionar esta relación. Y por ello será tan importante que López Obrador evalúe muy bien el perfil de quién sustituirá a Martha Bárcena ahora que deja la embajada mexicana en Washington, sobre todo porque designar a alguien en función sólo por su lealtad a Palacio Nacional, pero no por sus relaciones o conocimiento de la política e instituciones estadunidenses puede ser un enorme yerro. Y en un contexto de tanta dificultad económica (sobre todo) México no se puede dar el lujo de errar con su principal socio comercial.  

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