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Los primeros cuarenta mil muertos

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

Cuarenta mil muertos. La pandemia continúa, sin que el gobierno federal asuma mayor responsabilidad que la de contar muertos y adquirir ventiladores. Como si no hubiera nada más que hacer, como si la única salida fuera que toda la población se infectase, y murieren quienes tengan que morir, por culpa de las comorbilidades provocadas por las empresas.

Como si el brindar cifras inexactas fuera lo mismo que informar; como si la disponibilidad de ventiladores equivaliera a tener a los operarios capaces de utilizarlos con eficiencia. Como si los detentes funcionaran, como si el ejemplo de nuestro mandatario no influyera en la percepción de la gente sobre el uso del cubrebocas. Como si los discursos fueran acciones, como si la popularidad del subsecretario declamador garantizara decisiones correctas.

Como si la recuperación estuviera en puerta; como si la genuflexión ante el presidente norteamericano, y las obras emblemáticas en las que insiste —pertinaz— el nuestro, fueran suficientes para darle la vuelta a una catástrofe económica —y humana— que todo el mundo parece advertir, menos quien debería estar tomando las decisiones.

Nada más equivocado. La enfermedad no es inevitable, y es posible vencerla —domar la pandemia— sin asumir el costo humano que le ha sido impuesto a nuestra nación. A pesar de las comorbilidades, a pesar de las políticas de venta de quienes ofrecen productos chatarra. El uso extensivo del cubrebocas, para evitar la propagación, y de las pruebas a la población, para registrar la línea de contagio y aislar a los portadores del virus, ha sido una política efectiva en las naciones que están superando la crisis con un costo menor al que se supone que debemos asumir. ¿Por qué no lo estamos haciendo?

Porque tenemos otras prioridades. Las cifras que se nos ofrecen no son confiables, y el subsecretario no ha cumplido otra función que la de trazar la curva que le es conveniente al titular del Ejecutivo. El número de confirmados no es real, toda vez que no se hacen pruebas; el de los fallecimientos tampoco, por el retraso y el subregistro reconocido por el mismo funcionario. La pandemia no se ha tomado en serio y, la que no es sino una crisis de salud, ha sido abordada como una crisis política y de comunicación: día con día, el Presidente habla y sonríe mientras las funerarias no se dan abasto. ¿Por qué no lo reconocemos?

Porque el gobierno es incapaz de cambiar de rumbo. El Presidente ha fijado como prioridades, desde un principio, la construcción de un aeropuerto frente a un cerro, de una refinería en un pantano, de un tren que no va a ninguna parte. Proyectos emblemáticos que no sirven más que para satisfacer a un megalómano incapaz de ver más allá de su propio ego, inversión de capital político cuyo retorno no tiene un plazo que rebase la elección de 2021. El T-MEC no es suficiente para rescatar una economía desahuciada, pero con la cancelación de los proyectos es muy probable que sí lo fuera. ¿Por qué empeñarse en el error?

Porque la administración actual no tiene más propósito que cumplir con la obsesión de un solo hombre, más empeñado en pasar a los libros de historia —a su manera— que en resolver los problemas que enfrenta el país cuya presidencia detenta. Por eso la polarización deliberada, por eso la información enterrada entre los datos, por eso los distractores que sirven para desviar la atención de lo realmente importante: las decenas de miles de víctimas, que se siguen acumulando, mientras que la economía nacional está muriendo.

Por eso el cambio en la manera de reportar las cifras, por eso el ataque a los medios que ponen en evidencia el avance de la demagogia. Por eso la caja china de la detención —privilegiada— del exdirector de Pemex, y el circo mediático que se avecina, mientras que los errores se suceden y las instituciones se debilitan para cumplir con el capricho de una sola persona. Por eso llevamos, en la cuenta, los primeros cuarenta mil muertos: por eso —también— serán muchos, muchos más.

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