Con la brújula extraviada

Un día voltea para otro lado cuando existen grotescas e indiscutibles violaciones de derechos humanos.

El problema de la política exterior de México es que está en manos de un solo hombre: Andrés Manuel López Obrador. El mismo que ha designado a Pedro Salmerón, primero, y a Jesusa Rodríguez después, como embajadora en Panamá; a Quirino Ordaz Coppel como representante del gobierno mexicano en España; a Isabel Arvide y a Claudia Pavlovich como cónsules en Estambul y en Barcelona, respectivamente, desdeñando a funcionarios del Servicio Exterior que tienen carrera y experiencia.

Es el mandatario quien decide poner en pausa las relaciones con España o quien se le va con todo al gobierno austriaco, al que califica de arrogante y prepotente por no querer prestar el penacho de Moctezuma. Es a quien gobiernos de todo el mundo le han mandado cartas expresando su preocupación por las reformas emprendidas en el país y que, a pesar de todo ello, piensa que ha hecho tan buen trabajo que ha logrado aumentar la reputación de México en el mundo.

Es quien utiliza el artículo 89 constitucional de no intervención y respeto a la autodeterminación de los pueblos a contentillo y conveniencia. Así, un día voltea para otro lado cuando existen grotescas e indiscutibles violaciones de derechos humanos en países como Venezuela, Cuba o Nicaragua, donde, además sus gobiernos son francas dictaduras, y al otro le da asilo político a Evo Morales por razones humanitarias cuando renunció como presidente de Bolivia tras conflictos internos.

La política exterior está en manos de un hombre que desprecia viajar porque a su juicio “la mejor política exterior es la interior”. Sin embargo, cuando tampoco está bien lo interior y alguien se lo hace ver, como recientemente lo hizo el gobierno de Estados Unidos al poner el dedo en la llaga por los asesinatos de  periodistas, les manda decir que están desinformados y que son candil de la calle, vamos, que no se metan y que los trapos sucios se lavan en casa.

El tabasqueño es a quien no le importa enmendarle la plana a su canciller, Marcelo Ebrard, cuando éste muestra un poco de independencia y juicio, como sucedió la vez que, a última hora, decidió mandar a un representante del gobierno mexicano a la toma de protesta de Daniel Ortega, a pesar de que el secretario de Relaciones Exteriores había dicho que no, o cuando obligó a Ebrard a despedir a la escritora Brenda Lozano como agregada cultural de España.

El problema de López 

Obrador es que trae la brújula exterior extraviada, siempre a destiempo, siempre metido en sus pleitos personales domésticos contra periodistas, organismos autónomos o persiguiendo a sus fantasmas del pasado. Por eso, cuando se recrudeció la tensión  entre Rusia y Ucrania y todo el mundo hablaba del conflicto bélico, de las consecuencias y del peligro que se avecinaba, la primera reacción del mandatario fue tomárselo tranquilo, seguramente queriendo evitarse la fatiga. Fue hasta el 24 de febrero, que, finalmente, ¡aleluya, aleluya!, el país, a través del representante permanente de México ante las Naciones Unidas, Juan Ramón de la Fuente y de Marcelo Ebrard, fijaron la posición de condena de la invasión rusa a territorio ucraniano.

El presidente mexicano es quien cree que su propuesta de “rechazar o condenar cualquier invasión, de cualquier potencia”, es un parteaguas en la política exterior. Nadie le ha dicho, que, junto con enviar observadores, condenar es lo que mejor le sale a las Naciones Unidas y organismos internacionales. Alguien le debería explicar al mandatario que hace muchos, muchos años alguien le ganó la idea.

Tal vez la estrategia del Presidente es evitar que algún gobierno invada al país, pues, cuando lo intenten, no sabrán ni dónde está.

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