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Operación cicatriz, firmeza por la transformación

Ricardo Peralta Saucedo

Ricardo Peralta Saucedo

México correcto, no corrupto

Hace tan sólo unas semanas, en este mismo espacio de opinión, hablé de las heridas y de las cicatrices que un accidente me produjo siendo niño, situación que, ante el deseo barbarista que Martín Moreno enunció sobre quemar morenistas en el Zócalo capitalino, me hizo remembrar.

Hoy quiero volver a hablar de cicatrizar heridas, las de los compañeros simpatizantes y militantes morenistas que se produjeron tras las fricciones y tensiones que se desarrollaron durante el proceso para la elección de la nueva dirigencia de Morena, el partido político más importante de América Latina.

Es innegable que, tras más de un año de conflicto interno para la renovación de la dirigencia de Morena, tras resoluciones traducidas en mandatos judiciales ante la ausencia de voluntarismo y lealtad institucional; tras inefables acusaciones judiciales de carácter político contra distintos dirigentes, e incluso, y de manera subrepticia, tras el uso y abuso de figuras públicas de amplia trascendencia, vagos argumentos y escasa operatividad para intentar mantener a toda costa el control del órgano partidista, existe una clara polarización al interior de la organización.

En ningún caso es problemático ni sorprendente que los distintos liderazgos de un partido confronten visiones diferentes sobre lo organizativo y lo ideológico: es sano, genera dinámica, diálogo y evita el inmovilismo como el sufrido en el último corte electoral.

Más preocupante, en cambio, es la real posibilidad de que se haya gestado a lo largo de este proceso una herida profunda entre la militancia del propio partido, ésa que construyó con sus manos una herramienta partidista, que posibilitó el proceso de cambio, que recorrió, puerta por puerta, la totalidad del país, que diseminó por todo el territorio nacional las ideas de esperanza y justicia social, sin las que no hubiera sido posible esa arrolladora y contundente victoria del presidente Andrés Manuel López Obrador en las urnas en 2018.

Por un lado, genera esperanza saber que una gran mayoría de militantes y simpatizantes de Morena hicieron un llamado inmediato a la unidad tras los resultados de la encuesta abierta en la que el pueblo de México eligió al compañero Mario Delgado como dirigente del partido; por otro, no cabe espacio para la inocencia: ninguna herida se cierra de la noche a la mañana, y es fundamental que la nueva dirigencia asuma que no llega a gobernar un partido, sino a gestionar la evidente falta de gobernabilidad y liderazgo que nos llevó a los vergonzosos resultados electorales de Hidalgo y Coahuila, pese a los importantes esfuerzos de una militancia huérfana, en profunda desventaja, con un presidente interino en estado gaseoso.

Para resolver de raíz el profundo marasmo en el que se encuentra la vida interna de Morena, es necesario, más que nunca, mostrar el oficio político, la madurez y, sobre todo, el sentido de realidad para construir amplios acuerdos, en los que las distintas y disidentes voces sean atentamente escuchadas. Si las anteriores dirigencias de Morena fracasaron cuando se atrincheraron en el sectarismo, hoy urge poner en valor a quienes construyeron con sus manos el vínculo indisoluble entre el pueblo organizado y el partido del Presidente, a quienes sí generan resultados, a las y los que nos hace sentir dignos y orgullosos cotidiana y evidentemente en esta Cuarta Transformación que está regenerando la vida pública nacional.

Toda herida deja cicatrices y gran aprendizaje, sobre éstas debemos construir un partido sólido, capaz de enfrentar en 2021 a quienes se resisten a entender que México ya cambió y no hay camino de retorno, seguiremos avanzando con firmeza.

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