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Jugar con fuego

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

En la conferencia mañanera del lunes, el presidente Andrés Manuel López Obrador calificó como un “despropósito” que se compare el movimiento de 1968 con la actual inconformidad de estudiantes y profesores del CIDE con la imposición de un director en la institución.

“No se miden”, dijo el mandatario, en respuesta a un grupo de académicos, escritores y periodistas –entre ellos mi compañero de páginas Leo Zuckermann– que han criticado la cerrazón de la directora del Conacyt a dialogar con esa comunidad académica.

No he leído todos los artículos que se han publicado sobre el tema, pero sí la columna de Zuckermann –a quien el Presidente mencionó por su nombre–, aparecida el mismo lunes en Excélsior. En su texto dice que la ofuscación respecto del CIDE le recuerda la “sordera” del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz para dialogar con el movimiento estudiantil de entonces. Y aclara que aquella situación “es muy diferente a la de hoy”, pues “tenemos, todavía, un gobierno democrático”. Es decir, no estaba aludiendo a la represión ocurrida en la Plaza de las Tres Culturas ni comparando a Díaz Ordaz con López Obrador.

Sobre este punto es importante decir que los terribles hechos de 1968, igual que los de 1971, no se dieron por generación espontánea. Fueron resultado de una serie de decisiones y omisiones en torno de las comunidades estudiantiles, un grupo social muy sensible al autoritarismo.

El movimiento estudiantil de 1968 comenzó más de dos meses antes de su desenlace trágico en Tlatelolco. El gobierno de entonces no fue sensible a la inconformidad social que hizo de fermento de las movilizaciones estudiantiles y cometió el error de querer resolver un pleito entre dos escuelas con una incursión de granaderos. Ése fue el punto de arranque del movimiento: el 23 de julio de 1968, unos 200 antimotines de la policía capitalina irrumpieron con violencia en las instalaciones de la Voca 5 del Politécnico, cerca de la Ciudadela, luego de una pelea callejera entre estudiantes de ese plantel y de la escuela privada Isaac Ochoterena, incorporada a la UNAM. 

En respuesta a esos hechos, la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos convocó a una manifestación para el 26 de julio, fecha en que se conmemoraba el 15 aniversario del asalto al Cuartel Mocada, hecho emblemático de la Revolución Cubana, con la que simpatizaban muchos estudiantes.

Ante la confluencia de dos marchas, una para protestar por los hechos de la Ciudadela y otra para apoyar al régimen de La Habana, el gobierno sacó de nuevo a los granaderos a la calle. La represión de ese día provocó lesiones a medio millar de jóvenes.

A partir del ahí, la inconformidad fue imparable. La falta de castigo a la actuación policiaca sirvió de catalizador para movilizar a miles de estudiantes. La cerrazón de la autoridad y su flagrante incompetencia para resolver un problema muy concreto se convirtió en un reto al Estado, que el gobierno diazordacista no supo enfrentar de otra manera que con la violencia.

Algo semejante pasó en 1971. La marcha del Jueves de Corpus, atacada por un grupo paramilitar, se había convocado para apoyar a los estudiantes de la Universidad de Nuevo León, en la que –igual que sucede hoy en el CIDE– se había impuesto a su máxima autoridad. En marzo de ese año, el gobernador del estado, Eduardo Elizondo, promovió una ley que centralizó el control de la casa de estudios y cuya promulgación implicó la destitución de Héctor Ulises Real, un rector apoyado por la comunidad, y su sustitución con el médico militar Arnulfo Treviño Garza. La inconformidad estudiantil se salió de control y tanto Elizondo como Treviño renunciaron a sus cargos. Pero ya era tarde. La represión del 10 de junio de 1971 se convirtió en la señal que muchos jóvenes necesitaban para concluir que el régimen del presidente Luis Echeverría no era serio en sus promesas de apertura democrática y se lanzaron en la aventura desesperada de la guerrilla, que se nutrió de estudiantes de la Universidad de Nuevo León.

La historia muestra que jugar con la inconformidad de los universitarios es jugar con fuego. El gobierno todavía está a tiempo de abjurar de sus prejuicios hacia la educación superior y respetar la diversidad de opiniones que debe existir en toda sociedad democrática.

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