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Los placeres cotidianos

Miguel Dová

Miguel Dová

 LAS BODAS DE FÍGARO

El Teatro Real de Madrid es una chulada; como aficionado a la ópera y al ballet, soy desde hace años miembro del Club de Amigos del Teatro Real, esta membresía me permite compras anticipadas, una oportuna información sobre cada puesta en escena y el privilegio de participar en videocon­ferencias y entrevistas con los protagonistas, directores y montadores de cada espectáculo. Con precios preferentes puedo decidir con la debida antelación la butaca que quiero ocupar. Es ya una costumbre en mis visitas a Madrid hacer­me el tiempo para disfrutar de una noche de arte y belleza.

Conocía el libreto de Lorenzo da Ponte y también la música de Mozart para Las bodas de Fígaro, pero nunca la había visto en vivo. Una producción de la Canadian Opera Company prometía maravilla y no decepcionó. La historia se sitúa en Sevilla hace aproximadamente doscientos cin­cuenta años, se trata de una ópera bufa con un agudo sen­tido del humor y una crítica mordaz a la aristocracia de la época. Mil penurias pasaron Mozart y Da Ponte para burlar la censura. Todo sucede en el mismo día en el Castillo de Aguas Frescas. Fígaro está a punto de contraer matrimonio con su novia Susana, ayudante de la condesa, mientras el conde de Almaviva pretende hacer uso del derecho de per­nada para conseguir a la novia de su fiel escudero. Él mis­mo había abolido ese derecho, años atrás, pero la atractiva Susana lo traía a malvivir y el conde estaba obsesionado por disfrutar los favores de la bella doncella. Así, entre la condesa, la criada, el conde, el criado, la gobernanta del castillo, otros miembros del servicio, el joven Cherubino, y un extraño conductor que se desenvuelve entre los de­más personajes, una mezcla entre inocente cupido y ángel malvado, los enredos se multiplican y la obra alcanza una dimensión de comedia que se mantiene de total actualidad.

La música es excelsa, y una orquesta de cincuenta y tantos elementos bajo la batuta exper­ta del maestro Ivor Bolton, nos pone a Mozart a la mano y en el corazón. Una escenografía mi­nimalista y original a cargo de quien ya nos sorprendiera en la reciente puesta de Parténope, Christian Schmidt, armoniza con la soberbia dirección de es­cena de Claus Guth. El barítono catalán Joan Martín-Royo inter­preta al conde de Almaviva. Fígaro es Thomas Oliemans, barítono del Conservatorio de Ámsterdam. Las voces fe­meninas se disputan el protagonismo con lucimientos inmensos, tanto la soprano donostiarra Elena Sancho Pereg como la granadina María José Moreno están es­pléndidas en sus papeles. Cierra el elenco estelar Rachael Wilson, una mezzosoprano de Las Vegas, que hace el papel del joven Cherubino. Uli Kirsch irrumpe en toda la obra como el ángel, con la sincronía de una coreografía perfecta.

Madrid es una ciudad viva, en pleno San Isidro se mueve dentro de esa algarabía que caracteriza el carácter afable de los habitantes de La Villa. Esta vez me acompañaron La Unagi, mi hermano Mario y mi cuñada Maricarmen. No se puede disfrutar más y pasarla mejor. Ópera, buena mesa y una encendida conversación a caballo entre México y Es­paña. Pasear por el centro de Madrid casi de madrugada, es un placer que te hace experimentar la tranquilidad y la calma de una ciudad con mínimos índices de violencia, y es imposible resistirse a hacer comparaciones y pensar en la falta que nos hacen en México unos policías que impongan este respeto. Pero ¿qué puede esperarse? después de ver y oír la última desafortunada frase de nuestro Presidente, hablando de su obligación de cuidar a las bandas crimi­nales porque también son seres humanos. Cierto, pero su obligación no es cuidarlos, es perseguiros y llevarlos ante la justicia, para que los otros “seres humanos mexicanos” los que no andamos armados, matando gente, podamos pasear tranquilos a cualquier hora y en cualquier rincón de nuestra patria.

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