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Desacatos

María Amparo Casar

María Amparo Casar

A juicio de Amparo

No quiero hablar de la narrativa que con mucho éxito ha logrado imponer López Obrador desde el inicio de su gobierno. Una narrativa en la que se coloca a sí mismo como el gran transformador y en enemigos del pueblo y guardianes de privilegios a todos aquellos que señalamos los yerros de su proyecto, las ilegalidades en que ha incurrido en el ejercicio del poder y el futuro autocrático que se avecina o que ya está aquí.

Quiero hablar de los hechos. Esos que vienen desde el día uno de su gobierno y que vistos de manera conjunta configuran un distanciamiento escandaloso del Estado de derecho.

El alejamiento del Estado de derecho, como he mencionado varias veces, se manifiesta en la multiplicación de las acciones de inconstitucionalidad, controversias constitucionales y amparos. No podemos cerrar los ojos. Cuando algún particular, empresa, organización, partido político, órgano autónomo o poder local lleva sus quejas al Poder Judicial es porque se presume una violación al Estado de derecho, ya sea ésta por la destrucción ambiental, la falta de medicamentos o acceso a la salud, ausencia de atención a las víctimas, desvío de recursos, desconocimiento de las normas del proceso legislativo, retiro arbitrario de una concesión o asignación a dedo de contratos.

El desprecio por la legalidad ha sido una constante, pero se incrementa día a día. Este año comenzó con la publicación del plan B electoral y estamos rematando con un decreto de expropiación de algunas vías férreas del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec a Grupo México por motivos de seguridad nacional e interés público. ¿En qué consiste la seguridad nacional en este caso? En que así lo ha decidido el Presidente, sin reparar en las consecuencias. Entre la seguridad nacional y la razón de Estado no hay más que una línea tenue. Y, ya se sabe, el concepto de razón de Estado es ajeno al de Estado de derecho: encubre “la imposición de todo el complejo de postulados políticos favorables al príncipe y sus secuaces, frente al orden jurídico y moral vigentes”.

En los últimos meses destacan varios acontecimientos dignos de ser recordados por su elocuencia.

Se comenzó por el desacato del Presidente y sus corcholatas a la resolución de la Corte de invalidar la primera parte del plan B –la Ley General de Comunicación Social– que incluye la prohibición de los funcionarios públicos de hacer propaganda electoral. El Presidente la ignora sin consecuencia alguna al llamar a los ciudadanos reiteradamente a votar por la continuidad de la cuarta transformación y conseguir en las urnas la mayoría calificada en  2024. No sólo eso. Se da el lujo de decir que si los adultos mayores no quieren perder su pensión deben votar por su movimiento. Las corcholatas y los gobernadores de Morena hacen lo propio sin el menor recato y, también, sin consecuencia alguna.

La fracción morenista en el Senado, presumiblemente por orden del Presidente, desacata la orden de una jueza de distrito para que la Jucopo acuerde el nombramiento de al menos uno de los comisionados del Inai y lo someta al pleno para su aprobación. El Senado no hace caso, a sabiendas de que no hay mecanismo alguno que lo obligue a obedecer.

La Corte declara la invalidez del decreto (“el acuerdazo”) por el que se determinaba que la información sobre las obras públicas clasificadas como de seguridad nacional y de interés público no serían objeto de la Ley de Transparencia y, al día siguiente, el Ejecutivo emite un nuevo decreto, en el que vuelve a considerar como de “seguridad nacional e interés público” al Tren Maya, el corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec y tres aeropuertos.

A la par de estas tres acciones –hechos y no palabras–, el Presidente redobla su confrontación frente a la Corte. Los llama corruptos, facciosos, defensores de las cúpulas, elitistas y oligarcas. Francamente, no es manera de referirse a los y las ministras, más allá del acuerdo o desacuerdo con sus resoluciones.

Y aquí sí importa la narrativa. Detrás del discurso incendiario contra la Corte hay una razón declarada: deslegitimarla frente a su amado pueblo. Para él, la Corte, a diferencia de su persona y de los legisladores, no tiene legitimidad popular y, por tanto, no puede corregirles la plana. De ahí su peregrina, pero peligrosa, idea de plantear una reforma para que los magistrados sean electos. Y, como en sus cálculos, en 2024 recuperará la mayoría calificada para hacer las reformas constitucionales que le plazcan, pues ya estuvo. El 1º de septiembre de 2024 presentará una iniciativa para que los ministros hagan campaña y sean electos por el voto popular. Es la única manera de garantizar que los tres poderes caminen en consonancia. Claro, bajo su liderazgo.

De prosperar tan ominoso proyecto, López Obrador lograría la verdadera cuarta transformación: la tan ansiada desaparición de la división de poderes. Lástima que él ya no podría disfrutar de ella. ¿O, sí?

 

 

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