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La oportunidad de la crisis de seguridad en Sinaloa

José Buendía Hegewisch

José Buendía Hegewisch

Número cero

El control de la agenda mediática no significa controlar la realidad. Tampoco pensar que, si nadie disputa el manejo, el discurso de López Obrador puede retener el predominio sobre los hechos. Creerlo es una ficción peligrosa, como demostró el operativo fallido en Sinaloa para la captura de Ovidio Guzmán López, no sólo por el caos de versiones oficiales, sino por desnudar las contradicciones e inconsistencias de la estrategia para la pacificación ante la violencia del crimen.

La liberación del hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, en una ciudad sitiada por la violencia y autoridades rebasadas por ella, es una de las peores afrentas para el Estado mexicano en tiempos recientes. La justificación del Presidente de esa decisión para “salvar vidas” ha sido a costa de un profundo sufrimiento institucional. De desgaste para la imagen del Ejecutivo y su gobierno, y principalmente, de graves consecuencias para la seguridad de la población de Sinaloa y del resto del país. Éste es el punto.

Esta crisis de seguridad es la más grave en los 10 meses de la actual administración, por develar con crudeza la debilidad del Estado frente al crimen organizado, una condición heredada de anteriores administraciones que, poco a poco, perdieron el monopolio de la fuerza y presencia en zonas del país. Sin embargo, el fracaso del operativo y el manejo de la crisis es su responsabilidad, sin que hasta ahora se asuman los costos, ni ofrezca una explicación de las fallas de su política de seguridad y de la forma de cumplir la promesa de pacificación. Un objetivo que la realidad, en la última semana, no se cansa de desmentir con la muerte de 8 personas en Culiacán, 14 policías en Aguililla o de civiles en Iguala, en enfrentamientos contra el crimen.

El desastre del operativo revela las incongruencias de fondo de la estrategia que, por un lado, descansa, como en el pasado, en la lucha armada a través de un cuerpo militarizado como la Guardia Nacional, y por otro, en un protocolo de actuación con un enfoque de “no violencia”, que mandata contención de la fuerza pública para no provocar matanzas. En medio de esas contradicciones, también relega medidas contra las finanzas de los cárteles, dado que la inteligencia financiera se concentra en la corrupción de “cuello blanco” de políticos o empresarios como condición, dicen, para frenar el contubernio con los circuitos ilegales del dinero. Otro ejemplo de inconsistencia: se libera a un capo mientras se aprueba una ley para encarcelar a defraudadores de impuestos.

La crisis puede ser oportunidad para recuperar el rumbo de la política de seguridad si hay un reconocimiento de los errores y rendición de cuentas de los responsables de que la captura del capo derivara en la pérdida de control de una ciudad y ahí se impusiera la ley del narco. Ello puede servir a López Obrador para dar una respuesta distinta al gobierno de Peña Nieto, quien rechazó ajustes al gabinete de seguridad para no mostrar debilidad y falló al creer que graves hechos de violencia como Ayotzinapa se circunscribirían a un problema local y no escalarían al federal.

Eso pasa por no caer en la tentación de creer que la corrección puede venir de retomar la agenda mediática y repetir que las cosas van bien o pedir a la población “confianza”, después del revés de Culiacán para las fuerzas armadas e instituciones. La derrota tiene altos costos para la credibilidad del gobierno y su capacidad de pacificación y protección a la ciudadanía de la amenaza del crimen, e incluso la colaboración con EU en el combate al narco, como en la captura fallida del hijo de El Chapo bajo petición y reclamo de extradición de Washington. El sitio de Culiacán atrajo los reflectores internacionales sobre la seguridad en México y los fallos en la comunicación oficial demostraron que el control de la agenda no está blindado por la popularidad y el teflón del Presidente. Es hora de que acepte renuncias y usar la crisis a favor del país. 

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