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Lejos de la justicia, cerca de la sucesión

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

 

La respuesta más certera desde el ámbito oficial a la inverosímil investigación sobre el caso Ayotzinapa que encabezó el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, la dio el secretario de Seguridad de la Ciudad de México, Omar García Harfuch, quien en Twitter sostuvo que rechazaba “la versión absurda de haber participado en una reunión para fraguar la verdad histórica; ojalá quienes llevan las investigaciones detengan a quien hizo daño a los jóvenes, en lugar de arruinar vidas y reputaciones de los que sí hacemos algo por nuestro país todos los días”.

Tiene toda la razón: la Comisión investigadora se sacó de la manga una investigación política que no castiga a quienes han hecho daño a los jóvenes y parece empeñada en arruinar vida y reputación de quienes sí han combatido a los criminales. Que Claudia Sheinbaum le haya dado todo el respaldo a su secretario de Seguridad es una demostración, además, de los conflictos internos y las divisiones sucesorias que comienzan a vislumbrarse en el equipo gubernamental, proceso al que no es ajena esta investigación con resultados tan controvertidos y conclusiones tan desaseadas. El subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, que unos días atrás había dicho que no apoyaba la incorporación de la Guardia Nacional a la Defensa, aceptó que los jóvenes desaparecidos en 2014 están muertos, anunció un crimen de Estado que no pudo comprobar y decenas de órdenes de aprehensión contra políticos, policías y militares que supuestamente participaron en esos hechos, sin estar respaldas por hechos.

La primera detención fue la de Jesús Murillo Karam, exprocurador general de la República, acusado de desaparición forzada, tortura y obstrucción de la justicia. Dos de esos delitos, el de tortura y desaparición forzada, no estaban legislados cuando se dieron los hechos. No puede ser procesado por ellos. Segundo, no hay testimonio alguno que muestre o indique que Murillo ordenó o participó en torturas, menos aún que ordenó la desaparición forzada de alguien. La PGR atrajo el caso varios días después de que sucedieron los hechos.

Se habla de una reunión en la que se concertó, según un exfuncionario que trabajó con Tomás Zerón y que se convirtió en testigo protegido de la actual FGR, la llamada verdad histórica. No hay una sola prueba que respalde esos dichos. Uno de los supuestos participantes, García Harfuch, incluso estaba en tareas oficiales en Michoacán en esas fechas. Esas reuniones eran tan periódicas entonces como lo son ahora. Asegurar que allí se fraguó un complot es ridículo. Lo mismo se podría decir en el futuro de cualquier reunión de seguridad.

Pero poco en el informe es más lamentable que el caso del soldado Julio César López Patolzin. Se sabía que un elemento militar estaba infiltrado en la escuela de Ayotzinapa, porque esa escuela tenía y tiene relación con grupos armados y del narcotráfico. En esa época con Los Rojos. El soldado López Patolzin dependía de inteligencia militar, se preservó su nombre para seguridad suya y de su familia.

Era imposible que el joven soldado supiera los planes de los líderes del grupo estudiantil porque no era uno de ellos. Los jóvenes de primer ingreso habían sido convocados a secuestrar autobuses en Chilpancingo, pero cuando ya iban rumbo a esa ciudad, su líder, un joven apodado El Cochiloco, les informó que irían mucho más lejos, a Iguala.

Cuando ocurrieron los hechos, el cuartel de Iguala tenía menos de 30% de sus elementos. Más de la mitad habían ido a cubrir el incendio de un camión a muchos kilómetros de distancia y no regresaron hasta bien entrada la noche. Los que quedaban eran los elementos esenciales para el cuidado del cuartel. No era ni remotamente la primera vez que los jóvenes de Ayotzinapa iban a Iguala a provocar disturbios. Meses atrás habían quemado la presidencia municipal. El matrimonio Abarca, José Luis y su esposa María de los Ángeles Pineda, eran parte de Guerreros Unidos, una organización criminal enfrentada con Los Rojos que pensaban que la incursión de los jóvenes de Ayotzinapa servía como telón para ocultar un ataque contra una de sus bases de operaciones. Ese ataque se dio y fue antes de la detención de los jóvenes, frente a un taller mecánico, allí murieron tres personas.

Dice el informe que el soldado López Patolzin se comunicó por última vez a las 22 horas y que, por tanto, podría haber informado lo que sucedía y que las fuerzas militares podrían haber impedido el ataque. No es así. Hasta ese momento lo que había era disturbios organizados por los estudiantes y policías municipales que los estaban deteniendo. No ameritaba una intervención militar y la misma no hubiera sido siquiera legal: eran delitos del ámbito local.

La entrega de los jóvenes a los sicarios comienza, por lo menos, una hora después. Y el soldado López Patolzin fue uno de los secuestrados y sigue desaparecido. ¿Cómo podría haber advertido lo que sucedía, cómo podrían él o sus superiores haberlo evitado?

En ese sentido, la acusación contra el coronel José Rodríguez Pérez, exjefe del 27º Batallón de Infantería, no tiene sustento alguno. No tiene sentido culpar a militares y civiles por eventos que no conocían, que, por ende, no hubieran podido impedir y en los que no participaron.

La investigación ignora una prueba fundamental: las intervenciones telefónicas de la DEA entre los operadores de Guerreros Unidos, esa misma noche. Unas intervenciones que demuestran, casi minuto a minuto, cómo se dieron los hechos y quiénes intervinieron. La mayoría de esos sicarios, por cierto, fueron dejados en libertad.

Una investigación inverosímil, controvertida, sin pruebas y que tiene fuertes aires sucesorios. No es justicia, es un ajuste de cuentas.

 

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