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Acusatorio

Gabriel Reyes Orona

Gabriel Reyes Orona

México sin maquillaje

Pues no, no se trata de un catártico proceso para medir la popularidad. La revocación de mandato es la extrema situación provocada por un político que ha llevado a la población al hartazgo, precipitando un cierre anticipado de su gestión. Al menos, ése es el mecanismo que nuestra Constitución prevé. De forma que es cuestionable y objetable el acto circense, producto de la politiquería, que se proponen recetarnos Morena y el incorruptible.

Como complemento del derecho a ungir a los gobernantes se ha previsto en la Carta fundamental la facultad de poner fin a excesos, abusos e incompetencia, previendo la posibilidad de extinguir anticipadamente el mandato, sin que la letra y el espíritu del instrumento constitutivo pueda dar cabida a un demagógico tinglado que, amén de enraizar la polarización, no se articula para dar a los mexicanos el mejor gobierno posible.

De esa manera, el ejercicio sólo debe concretarse y ceñirse a una directa acusación que hace un segmento relevante de la población, convocando a la ciudadanía a decidir si se debe cesar al servidor público en el encargo, dados motivos manifiestos que apuntan hacia la inconveniencia de mantener a quien fue elegido en las urnas. El artículo 35 de la Constitución, en su fracción IX, contiene una denuncia, una acusación, un reclamo que sólo tiene sentido en el entorno de la condena o repudio al modo en que se ha conducido el funcionario, dando cauce a un esfuerzo que, de manera inequívoca, pretende evitar que éste continúe.

 Dado que el Congreso de la Unión sólo cumple los deberes que le marca, paso a paso, el Ejecutivo federal, se ha omitido legislar oportunamente sobre el tema, haciendo surgir nuevamente una figura ya abandonada en el derecho patrio, el reglamento autónomo. Eran pocos, y fueron desapareciendo conforme se emitieron leyes que les tornaron ineficaces. Ahora, el INE detalla, precisa y puntualiza normas o disposiciones que no existen, devolviéndonos a esa época en que administrativamente se conjeturaba o asumían los asuntos o tópicos que abordaría la ley.

Pero lo que debe quedarnos claro es que no se trata de una auscultación de confianza, o de satisfacción en el servicio, sino de una demanda para quitar algo a quien no lo merece. Más allá de las preferencias electorales, así como de la ciega y suicida lealtad, a todos debe quedarnos perfectamente claro que la medida, por sus consecuencias severas y extremas, acarrea males, inconvenientes y pérdidas, ya que la interrupción de un mandato, inevitablemente, genera silencios, ausencias y vacíos que resultan perniciosos para la República.

Su esencia es la de una sanción porque eso, y sólo eso, es remover al electo del cargo. Su naturaleza no es ordinaria, no se nos conmina constitucionalmente a acudir, a mitad de todo sexenio, a un proceso que mucho daño puede hacer al país, en caso de resultar positiva la decisión extintora.

Ya todo mundo, hasta el presidente candidato, dan por hecho que existe la cantidad de inconformes suficientes para articular el costoso y pernicioso proceso, que sólo justifica su existencia, prefiriendo la asunción de daños sobre la inaceptable continuidad al mando de quien se supone ha traicionado la confianza del electorado.

No se trata entonces de crear oportunidades para testerear la popularidad, poniendo al timonel al borde de la plancha, suponiendo éste que será regresado a cubierta por aclamación. El servicio público y los intereses nacionales no son fichas de juego, ni la investidura prenda de apuesta para hacerse de una reputación.

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