El equilibrio mafioso

¿En cuántos países se libran semejantes batallas entre dos poderosos bandos armados hasta los dientes sin que las autoridades competentes sean capaces de garantizar la protección de sus ciudadanos?

Desde que tengo uso de razón veía a los guachos en retenes en los límites de Sinaloa y Nayarit. Preguntaban por nuestro destino y las razones para ir a ese punto (siempre en vacaciones de Navidad o Semana Santa). Cuando advertían que éramos una familia regular, daban las gracias y nos deseaban “buen viaje”. En aquellas largas horas por carretera, a principios de los años 80, del Distrito Federal a Veracruz, a San Luis Potosí, a Quintana Roo o a Guadalajara para cruzar Colima y llegar a las playas de Jalisco, por citar algunos ejemplos, no recuerdo a personal del Ejército en los trayectos. La excepción era Sinaloa. Siempre Sinaloa. Eso de la militarización del país acaso tuvo sus pruebas piloto en ese estado del noroeste, generosa tierra para sembrar lo que sea.

Cuando la situación se ponía difícil, se decía que se llevaron a fulano “al monte”, es decir, lo iba a desaparecer el narco. Si un conocido, aunque fuera lejano, caía en el bote, no era motivo de preocupación, pues saldría rápido de alguna manera (legaloide o por la fuerza bruta). El problema era si capturaban a alguien en Estados Unidos. Ahí sí, a llorar (y a rezar para que nadie saliera embarrado).

Se celebraba que tal o cual capo ponía carreteras, escuelas u hospitales. Las narraciones orales se llenaron de Cochilocos. El progreso llegó a costa de actividades ilícitas y corrupción, en tanto las autoridades volteaban a otro lado. Los sinaloenses, sencillamente, adoptamos con raro orgullo, pocas ocasiones con vergüenza, esos escenarios.

Años más tarde llegaron las novelas del narco. Élmer Mendoza relató sus claves. Pérez Reverte, fascinado, escribió su versión de los hechos. Se generó un modelo narrativo. Después, las series o telenovelas del narco pegaron con tubo. Pero no hay razón para equivocarse: la realidad del narco ha impuesto su ley sin que ficción alguna la supere.

Los actores Kate del Castillo y Sean Penn se reunieron con El Chapo Guzmán. Antes, El Mayo Zambada tuvo un encuentro con Julio Scherer. Por ese entonces, a nadie se le ocurría tomarse una foto con el padre Maciel. Eso era amoral. El mundo del narco, no tanto.

El Culiacanazo, ocurrido hace un lustro, supuso la apertura de la caja de pandora. La descomposición del tejido social sinaloense ha sido “aceptada”, eso que el colega Adrián López Ortiz llamó “el equilibrio mafioso”, pero la fallida captura de Ovidio Guzmán en aquella ocasión apretó los botones para liberar el caos que ahora mismo tiene a la capital de Sinaloa en situación de guerra.

“Hoy, que pasamos de una tarde, a un día, a un mes secuestrados en nuestras casas, con un profundo ausentismo escolar, con negocios que cierran antes que se oscurezca para evitar los asaltos y prácticamente sin vida nocturna, los culichis hemos comenzado a hacer lo que más me temía desde que la disputa entre los Guzmán y los Zambada comenzó: normalizar la violencia, asumir que tenemos que ‘funcionar’ con la guerra”, escribió López Ortiz para Noroeste, el diario que dirige.

¿En cuántos países se libran semejantes batallas entre dos poderosos bandos armados hasta los dientes sin que las autoridades competentes sean capaces de garantizar la protección de sus ciudadanos?

Por lo demás, Genaro García Luna, perverso fabricante de expedientes, pasará preso 38 años. Toda una vida. ¿Es una injusticia, como dicen sus defensores de oficio? Difícil creerlo así. Además, en ese sentido nunca habríamos de olvidar el caso de Israel Vallarta y Florence Cassez. El primero, sin sentencia hasta la fecha, en tanto la situación judicial de la segunda provocó un esperpento diplomático con Francia, secundado por Felipe Calderón, que prefiere pasar a la historia como un imbécil (que no sabía nada) a un narcopresidente… pero termina siendo un narcopresidente imbécil.

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