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El papa Francisco en Irak

Esther Shabot

Esther Shabot

Catalejo

Es la primera vez que un papa visita el actual Irak a pesar de ser esa zona, la de la antigua Mesopotamia, el lugar de nacimiento de las religiones abrahámicas y sede de las primeras comunidades cristianas de la historia. Es la primera vez también que el papa Francisco realiza una gira tras el estallido de la pandemia por coronavirus. Del 5 al 8 de marzo el pontífice visita Bagdad, Nájaf, Ur, Mosul y el Kurdistán iraquí, lugares todos donde tendrá reuniones con líderes políticos y autoridades religiosas de las distintas denominaciones ahí existentes. De hecho, ya ayer se reunió con el primer ministro iraquí Mustafá al-Kadhimi, con quien tuvo un intercambio de regalos y una plática cuyo tema fue la promoción de la tolerancia y la coexistencia dentro de la sociedad iraquí, la cual constituye un abigarrado mosaico étnico-religioso que ha sufrido durante décadas convulsiones y violencias inauditas, las cuales incluyen genocidios perpetrados en su momento por las tenebrosas huestes del Estado Islámico o ISIS.

Ya desde antes de la invasión norteamericana a Irak, en 2003, el país padecía no sólo de la tiranía de Saddam Hussein, con todas las barbaridades que cometía su régimen contra segmentos específicos de su propia población, sino que también experimentaba los inmensos daños infligidos por las aventuras bélicas del susodicho dictador, como lo fueron su larga guerra contra Irán, de 1980 a 1988, o su invasión a Kuwait, en 1990, la cual provocó la llamada Primera Guerra del Golfo, cuando la Coalición Multinacional, comandada por el Estados Unidos de Bush padre, consiguió expulsar a las tropas iraquíes de Kuwait.

Las cosas empeoraron más a partir de la intervención norteamericana para derrocar a Saddam, la cual desencadenó una espiral de violencia agregada tras la desaparición física del dictador. Chiitas, sunitas, kurdos y tropas foráneas estacionadas permanentemente en el país, protagonizaron matanzas y bombazos suicidas a pasto. Si bien la zona del Kurdistán iraquí al norte del país logró preservar por un tiempo su espacio con una cierta estabilidad, en el resto de Irak la vorágine de la guerra se convirtió en rutina, como escenario rutinario también fue el de las mezquitas e iglesias incendiadas o los mercados populares convertidos en macabros lugares donde deambulaban un día sí y otro también, rostros ensangrentados en busca de ayuda.

En ese contexto, las minorías fueron las que más padecieron. Sunitas, chiitas y kurdos han sido, de algún modo, los grandes peleadores en estas batallas, mientras que los pobladores cristianos y los yazidíes, en calidad de pequeñas minorías, han sido los más frágiles, quienes más indefensos quedaron siempre en medio del fuego cruzado de los otros. Ambas minorías han sufrido lo indecible, sobre todo a partir de la irrupción del macabro Estado islámico en tierras iraquíes.

Es por eso que la presencia del papa Francisco resultaba tan necesaria en Irak. No sólo la justifica la historia antigua en el sentido de que ahí se desarrollaron dramas y acontecimientos bíblicos, sino que están frescas ahí todavía las heridas padecidas por los cristianos iraquíes de nuestro tiempo. Basta revisar las cifras de la demografía iraquí para corroborar la declinación de la vida cristiana. De 1.5 millones que eran a principios de este siglo, hoy sólo quedan cerca de 300 mil. La disminución obedece a la pérdida de miembros por las matanzas, a las conversiones forzadas al islam y a la emigración derivada del terror en medio del cual se ha vivido.

El papa Francisco visitó ayer, en Bagdad, la iglesia de Nuestra Señora de la Salvación, donde se reunió con líderes religiosos de diversas denominaciones. Se trata de una iglesia emblemática, pues en 2010 seis terroristas suicidas jihadistas se explotaron ahí durante la misa dominical, dejando un saldo de 58 personas muertas y numerosos heridos.

Ciertamente, la presencia papal en Irak está lejos de ser la solución a la violencia endémica que padece el país, pero constituye, sin duda, una ráfaga de esperanza para muchos iraquíes en la medida en que demuestra que aun en tierras tan ensangrentadas y marcadas por el odio es posible sembrar un diálogo interreligioso fructífero que brinde la oportunidad de debilitar los prejuicios y de hacer retroceder a los fundamentalismos religiosos excluyentes que enarbolan, como dogma irrenunciable, que no hay más verdad que la suya.

 

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