Un paseo que nos hemos perdido
No hay peor ingratitud que el olvido, la desmemoria pasa por la venganza a veces, pero también por la simple perversidad de la apatía y la soledad de la desmemoria. Si sucede en los individuos y en las sociedades, esto suele ser una situación más apremiante, cada cosa que se olvida
es también una pérdida de identidad y un desdibujarse el rostro.
Decía Jorge Luis Borges que todos los hombres estamos llamados a una pequeña dosis de memoria y a una larga eternidad de olvido, es inevitable, pero cuando se trata de quienes han construido parte de los rasgos esenciales de una nación y de una cultura, entonces, vale la pena reducir, en lo más mínimo, aquel largo futuro de sombras.
Algunos de los momentos más importantes de mi vida han transcurrido en la Capilla Alfonsina, la casa de don Alfonso Reyes. Ahí hice mis primeros intentos de escribir bajo la mirada de Alicia Reyes, quien dirigió la casa museo amorosamente, hasta su retiro hace poco y ahora dirigida, con acierto y alegría por Javier Garciadiego. Se trata de un monumento vivo, pero también de un buque que navega contra el olvido. Al ver esa casa viva y trabajando, me pregunto de qué depende la suerte de esos lugares que incubaron sueños que luego se convirtieron en libros y que, finalmente, se encarnaron en la memoria colectiva de quienes hemos hecho nuestra cultura con ellos.
Por ejemplo, me paseo por la calle de Euclides, en la Anzures, casi llegando a Mariano Escobedo, y me encuentro con un vacío, ahí vivió Max Aub, uno de los mejores escritores que nos trajo el exilio republicano español y no encuentro una placa, una mención que lo diga. Hay mucho más, sabemos, por ejemplo, de las viviendas de William Burroughs en la calle de Monterrey, en la Condesa, de la de Jack Kerouac en Orizaba, en la Roma, de las que habitó Bolaño en el Centro Histórico, pero pasan así, como sombras de las que no se hace mención ni se promueve su visita entre quienes viajan por aquí ni entre quienes habitamos la ciudad donde crearon sus trabajos.
Alguna vez comentaba con Garciadiego aquella necesidad de rescatar esos lugares, muchos no son aptos para la visita o la museografía, pero sí, todos, para la mención y el recuerdo, algo así como una especie de ruta literaria de una ciudad que está hecha, en buena parte, de literatura.
Coyoacán es uno de los barrios con más solera en nuestra ciudad, también residencia de muchos escritores y escenario de muchas obras literarias. Ahí, en una casa que no era suya, vivió Octavio Paz sus últimos días, en donde ahora está la Fonoteca Nacional, después de que el fuego devorara su biblioteca del departamento de Río Elba, o la casa de Carlos Fuentes en San Jerónimo Lídice, que era un imán poderoso para los escritores y para gran parte de la vida cultural de México que la frecuentaba, incluso, para los escritores incipientes que lo visitaban y que recibía si se tenía la suerte de encontrarlo. Esos lugares, en la medida que se desconocen, se van adentrando en la leyenda y de ahí el paso al olvido es muy pequeño, apenas nada.
Se trata, pues, de hacer un esfuerzo de investigación, de recordación y de diálogo para revivir en los mapas del turismo y la cultura de nuestra ciudad las casas de García Márquez, la de la calle de Fuego que fue la última, pero también la de la Anzures, donde se creó Cien años de soledad o la primera, la diminuta de la colonia Roma, de traer en alguna forma a la memoria, la de Jaime Sabines en el Pedregal o las que habitó Juan Rulfo en Río Nazas y, luego, en Guadalupe Inn de la que muchos escritores guardan recuerdos que han dejado en sus crónicas y memorias.
Los lectores y los amantes de la literatura somos una tribu fetichista, sin duda, por eso coleccionamos esos objetos que a la larga se comen las casas y aumentan el peso de los equipajes, los libros, pero también es necesario que esas reliquias de nuestro pasado consten en las rutas con las que se promociona el conocimiento de la Ciudad de México, enriqueciendo la oferta, de por sí generosa, de todo cuanto podemos ver en ella; aún más, se trata de hacer del escritor un personaje más cercano, una especie de amigo vivo y actuante, con el que se platica y se encuentra en las páginas de sus textos, el espacio que habitó José Emilio Pacheco en la Condesa y todos los lugares que rebosan en sus páginas haciendo de la urbe el más importante de todos los personajes de su trabajo literario, la ancestral casa de Martín Luis Guzmán en Tacubaya y así tantos de los que poco sabemos de su ámbito que es también el nuestro, como Rosario Castellanos o Juan José Arreola.
A ese mundo que habitaron nuestros escritores se suman los lugares donde se encontraban y donde las tertulias dieron vida a páginas inolvidables, como las muchas que se realizaron por décadas en el Café Habana en Bucareli y desde luego, los lugares inexistentes de la literatura como la casa de Aura, nacida de la imaginación de Carlos Fuentes.
Así lo vieron muchos escritores, desde la Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes, hasta la Región más transparente del propio Fuentes. Ésta es una ciudad que hemos hecho con esfuerzo y sacrificio, con dolor y alegría, con canto y baile, pero también con movimientos sociales y el trabajo cotidiano de muchos, no lo olvidemos, además de palabras que nos han dado el rostro de lo que recordamos, de lo que somos y de lo que nos gustaría ser.
