Un mundo de diferencias

Celebro vivir en una sociedad más abierta, más libre y con mayores  opciones de convivencia que aquella en la que nací a finales del siglo XX; celebro que hoy sean muchos los que están presentes después de haber pasado la historia en la sombra de nuestras comunidades; celebro, en fin,
que todos ellos, todos nosotros, que nos encontramos por todas partes, hemos traducido en derechos la convivencia y la armonía social, algo por lo que hay que seguir luchando.

Hace algunas semanas, Yaretzi, mi amiga y pequeña lectora, nos invitó a una función teatral; ella, además de ser una de las esgrimistas más destacadas de su joven generación, se ha impuesto a un tratamiento médico con una actitud que nos despierta el orgullo de vivir y seguir adelante. Asistimos a la función de teatro musical sin ninguna expectativa, como esas funciones escolares a las que a todos nos toca asistir con mayor o menor fortuna; nos hemos llevado una sorpresa al encontrar una puesta profesional, envidiable, con veinte actores en escena que nada le piden a quienes han hecho de esa actividad su modus vivendi; entre los actores vemos a una chica con síndrome de Down, vemos cómo se esfuerza, es cierto, lleva el ritmo de las coreografías con unos segundos de atraso, su gesto de concentración nos deja claro que está haciendo cuanto puede y más, no desluce el cuadro, su rostro se pierde entre todos los demás y el grupo de actores la cuida, la protege y la guía. Cuando llega la hora del aplauso final, mira a su madre, hace una seña de éxito y algunos en el público enloquecemos en el aplauso porque lo que estamos viendo era imposible en nuestra infancia. Veo una exposición en Bellas Artes presentada por jóvenes artistas plásticos con la misma condición genética y pienso que ellos y sus padres han ganado el derecho a estar ahí; ellos, como las familias adoptivas, como las diversidades sexuales, como quienes tienen alguna limitación física, todos nosotros hemos tomado por asalto nuestro lugar en la sociedad y no pensamos dejarlo.

Seamos claros, deportistas paraolímpicos y de deportes adaptados que no imaginan cosas extraordinarias, sino que las hacen;  seguimos en la eterna decepción de nuestros futbolistas profesionales en nuestro eterno “ya casi” y el medallero de los Centroamericanos nos indica que somos excelentes en otras disciplinas a las que nadie observa y de las que nadie quiere hacerse cargo sino sus propios protagonistas. Esos son los espacios que vamos conquistando en una sociedad más rica y más variada.

Crecí en una generación donde el síndrome de Down se ocultaba, igual que otras condiciones diferentes; en una comunidad que veía como un castigo una condición genética distinta. Mis hijos disponen de otra sociedad, el punto no está en la manera en la que vemos las prácticas sociales, sino que esas mismas han generado derechos que no pueden ya soslayarse. El nuevo diálogo social debe partir del hecho de que estas diferencias no están ya sujetas a debate, al contrario, que es a partir de los derechos que les hemos reconocido y garantizado que debemos seguir caminando.

Me siento bien con estos cambios, aun con lo insuficientes que todavía son. El paso siguiente y para lo que estamos aptos como sociedad es aceptar las diferencias físicas, genéticas, sexuales e ideológicas como parte de la normalidad democrática; que no hay manera de volver atrás. Antes de desgastarnos en ilusas controversias sobre lo que piensa o no hacer el próximo gobierno, antes de despedazarnos en los remanentes de la contienda electoral, miremos en torno nuestro, la conquista de los derechos de todos y para todos está sucediendo, frente a nuestra mirada impasible, lenta y segura, como todas las transformaciones que en realidad cambian el mundo.

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