Un instante en el tiempo

¡Tiempo! Marca el juez, las competidoras se detienen por un minuto, estamos en la Sala de Armas de la Magdalena, histórico lugar donde México obtuvo medalla de plata en florete individual femenil hace 50 años, es la misma prueba, son jóvenes mujeres probando su fuerza, su ingenio y su fortuna, mientras el compás de espera y descanso transcurre, un joven con acento salvadoreño me pregunta si cobran por entrar a ver, le digo que no, el muchacho pasa y se sienta a mirar un certamen de un deporte que no sé si conoce o entiende, pero que en este caso le sirve para aislarse del mundo, el deporte lo está separando del drama que a unos metros está viviendo solo o con su familia.

A unos pasos, la realidad es otra, ahí han instalado un refugio temporal para el descanso de la caravana de migrantes. Mientras mi hija está dejando el alma en la pista, de reojo miro al muchacho y lo veo disfrutando de verdad, hay algo que lo tiene suspendido en una burbuja, en un instante fuera del tiempo, es algo que se llama fraternidad, el sentimiento de estar entre hermanos, entre seres humanos unidos por nexos muy profundos, oye hablar su idioma, nadie le ha preguntado nada ni le han pedido papeles ni le han cuestionado de dónde viene ni hacia dónde va, nadie le inquiere sus intenciones ni sus deseos.

Todos estamos presenciando el esfuerzo de esos jóvenes que están dándolo todo por el placer que les produce el ejercicio al que dedican horas y horas de trabajo, a esas chicas que están labrándose el mañana en cada ataque y en cada defensa; él está ahí también en una pausa, esperando a que le indiquen que debe que volver a salir al camino hasta la siguiente ciudad, hasta que llegue a algún lado donde pueda trabajar y vivir sin el riesgo de que lo atrapen los paramilitares, las bandas, las fuerzas del orden o del crimen. Hasta que pueda decir que llegó a algún lugar al que pueda llamar su nueva casa.

Ahí, en compañía de otros padres de familia orgullosos del esfuerzo de sus hijos, me doy cuenta de que todo es una gran metáfora. Mis hijos entrenan en un pequeño club que hemos formado en torno a la entrenadora Jessica Ferrer, ella es una atleta que nos representó en Panamericanos con magníficos resultados, una mujer que ha hecho por nosotros y por nuestros hijos mucho más de lo que una maestra de esgrima suele hacer, les ha enseñado a esforzarse, a trabajar, a ser solidarios con sus compañeros y jugar limpio para lograr objetivos.

Nuestro club está adscrito a la alcaldía Benito Juárez de la CDMX que nos apoya, pero dado el laberinto burocrático, la constante sequía de recursos, es la familia extendida de la escuela de esgrima la que permite que todos nuestros chicos participen en selectivos, torneos, desde hace años colocamos atletas exitosos en las olimpiadas nacionales, algún día tendremos algunos en Panamericanos y más tarde en los  Olímpicos, eso se repiten niños de siete, once y catorce años. No hay nada que la solidaridad y la fraternidad no puedan arreglar. Nuestros niños necesitaban una oportunidad y no la han dejado pasar.

Lo que el mundo necesita es que tengamos más espacios así, como el deporte y la cultura, no se me va de la mente ese muchacho que parece tenerlo todo en contra y quiero pensar que llegará bien a su destino, que podrá trabajar y volver a su país y reconstruirlo, que encontrará su oportunidad y que tendrá una red de solidaridad que lo comprenda y lo ayude, que parta de la base de que todos somos migrantes en algún momento de nuestra historia y que, de hecho, somos siempre migrantes, que estamos en tránsito, que tal vez mañana tengamos que estar fuera de la tierra de nuestros padres sin boleto de regreso, que puede ser que la violencia o el miedo nos echen de casa, o la lluvia o un terremoto o algo tan simple como la tristeza.

Veo que en ese torneo hay entrenadores cubanos y mexicanos, un juez chino, hay niños y jóvenes de toda la República, que después de competir nos damos la mano y volvemos a poner a los chicos a entrenar hasta el siguiente encuentro, nos esforzaremos por estar ahí, somos nuestros propios gestores y nuestros atletas y nuestra entrenadora son nuestros motores.

Así como este migrante que salió del refugio a mirar una competencia de esgrima, así nos asomamos al mundo de la cultura y del deporte, porque necesitamos acumular fuerza para volver al cotidiano y enterarnos de que el vecino hace gala de amenazas militares como si hubiera resucitado el Viet Cong para violentar sus impolutas fronteras. Eso es vivir a contracorriente de la historia, cerrando los ojos y volviendo al pasado, a no querer ver que esos migrantes pasarán ahora y siempre que su necesidad los lance fuera de casa, que ahí estarán mientras en nuestras sociedades no podamos garantizar un mínimo de paz, dignidad, igualdad y justicia, ahí estarán como hemos estado todos los que venimos de algún lado desde el inicio de la humanidad, desde que la primera sequía obligó a los humanos a caminar lejos de casa.

El torneo ha terminado, nos vamos contentos, se hizo el esfuerzo, los muchachos se partieron el alma en su disciplina, ha sido fiesta, aquel muchacho anónimo se levanta, mete sus manos en los bolsillos y regresa a su refugio, no es tanto lo que los mexicanos ahora le hemos podido ofrecer, pero tal vez sea mucho, unos minutos en los que pensó que, cuando uno se esfuerza lo suficiente, se puede conquistar el mañana, no importa dónde se estemos.

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