Simpatías y diferencias
Este año se cumplen ochenta del exilio republicano español, del inicio de la segunda guerra mundial. Fuentes es producto de aquella época atormentada y, al mismo tiempo, generosa.
Hace seis años que Carlos Fuentes, viajero irredento, comenzó el último y más feraz de sus viajes. Nos quedamos sin su voz viva, pero nos quedamos con su voz retratada en los libros que nos legó y los que se han ido formando gracias a la lealtad de Silvia Lemus. Se le echa mucho de menos como se extraña la prudencia y la inteligencia. Hoy que andamos airados, que mucho gritamos y nos enfadamos con la comodidad primitiva de las divisiones fáciles, pienso que en ausencia de Carlos, su imagen persiste como la síntesis de lo que una buena educación puede hacer por un pueblo.
Este año se cumplen 80 del exilio español, del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Fuentes es producto de aquella época atormentada y, al mismo tiempo, generosa. Entre la nómina de sus maestros figuran tanto Alfonso Reyes como Manuel Pedroso, lo hicieron un hombre de mente y horizontes abiertos; lo prepararon para el mundo, pero al mismo tiempo, le forjaron raíces muy profundas en su conciencia. Extrañamos a Fuentes porque es la imagen del mexicano sin complejos ni prejuicios, que se asume hecho de muchas tierras y de muchas lenguas, de tierras lejanas y de la proximidad de la patria; de bocados exóticos y también de sencillos tacos de mole de guajolote. Ese era Carlos Fuentes, capaz de escribir sobre Proust y generar obras como La región más transparente, el mundo en una nuez podría decirse de su pluma.
Lo extrañamos mucho porque en sus últimos años se había dado a la tarea de concientizarnos sobre nuestras deficiencias y nuestros retos; le preocupaba, sobre todo, que la calidad de nuestra educación no estuviera a la altura de los retos que nos esperaban, pero le angustiaba que el universo de la política no dejaba entrever ni plan ni proyecto, que no garantizaba la identidad nacional ni ponía a debate los temas profundos de la mexicanidad. Su generación, la del medio siglo, había heredado de la de sus maestros, los del Ateneo y los del exilio, la misión de encontrar el rostro de ese México nuevo, del que habría dejado la Revolución y la posrevolución.
Los cambios que vamos viviendo sólo me dejan ver que hay algo que se está fugando del diálogo en medio de los grandes titulares, algo que no es menor, pero que por no parecer urgente parece no ser importante; el tema de nuestra identidad relacionado con el aspecto de la igualdad y la modificación de nuestra relación con el poder. De pronto, nos hemos vuelto más formalistas que nunca, nos alarmamos cuando las formas antiguas no se cumplen a rajatabla, pero nos tronchamos de risa en las redes sociales sobre las características físicas y étnicas de quienes nos representan y triunfan para nosotros; cargamos la caballería pesada contra las expresiones coloquiales que se cuelan en los ámbitos otrora solemnes; pero a todo esto, no queremos bajar la guardia en la defensa de nuestros complejos y privilegios de clase.
Fuentes, como lo muestra en sus últimos ensayos, tenía una fe irredenta en la función igualadora de la educación y la cultura; confiaba como nadie en la tarea sanadora del arte y la ciencia en las cicatrices dejadas por la violencia; saber más, en el ideario de Fuentes, no era privilegio, ni siquiera virtud personal, sino una oportunidad para comprender mejor la realidad y afrontarla con mayor seguridad, que permitía experimentar la vida con mayor alegría e intensidad. Se nos olvida lo importante y nos arrebatamos el micrófono con lo urgente, pero no queremos entrar al debate sobre nuestra íntima necesidad de refundar no el Estado, sino la sociedad y nuestro pacto fundamental sobre la idea de la igualdad y la democratización de la educación y los valores.
Hace unos días, Pablo Raphael anunció el Consejo de la Diplomacia Cultural, algo que aplaudir, una especie de virtud de diálogo para decir al mundo lo que somos y lo que queremos ser, lo que ofrecemos y lo que requerimos; acuñó una de las ingeniosas frases que lo caracterizan, “neurona mata presupuesto”, tiene razón, lo que requerimos es una inteligencia con voluntad compartida entre gobierno y sociedad, pero para ello necesitamos decir a dónde vamos, qué queremos, una forma tangible de ser a la que podamos seguir y si tenemos una Secretaría de Cultura, ahí estaría la oportunidad de acuñar ese discurso que llegue a todos, a fifís, chairos, amlovers, neutrales, derechas, izquierdas y centros, a todos los que de buena voluntad podemos bajarnos del camión de nuestros privilegios, grandes y pequeños, para echar a andar eso que Reyes y Fuentes querían: ver convertido a México en una nueva Atenas.
