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Rubirosa, un mito maltrecho

César Benedicto Callejas

César Benedicto Callejas

Rubirosa era una rara avis que volaba sobre cielos más azules que los nuestros, que deslucían entre brumas y esperas; triunfaba en lugares que creíamos reservados para los franceses, los americanos o los italianos —ellos tan guapos, tan ricos y tan de avanzada—, y lo hacía con lo que entonces considerábamos nuestro capital exclusivo y de mayor valor: el don de gentes, la facilidad de palabra y, como diría García Márquez en su Buen viaje, señor presidente, “la inocencia de su corazón y el calibre de su arma…”; en fin, para quienes crecimos bajo las reglas de la Guerra Fría, aquello era tenerlo todo, el ábrete sésamo de la fortuna y la grandeza. Hoy, a la luz de los años pasados, la figura de Rubirosa merece una reinterpretación. Una nueva serie para la televisión por internet lo ofrece como un personaje más complejo, atormentado y afortunado a la vez, metido hasta el cuello en conspiraciones políticas y en situaciones límite que confirmaban su particular talento para lo mundanal y lo aventurero; hoy lo leemos distinto porque el tiempo del machismo habitual de la Guerra Fría se ha ido y tenemos que ensayar nuevas lecturas para poder comprender lo que nos está sucediendo en México y en el mundo.

Rubirosa sólo podía ser producto de aquella era en la que las dos superpotencias se demostraban mutuamente la dimensión de su fuerza y su poder, donde aparentar más era ser más y donde afiliarse bajo el ala de los grandes era una forma de supervivencia; Porfirio Rubirosa vivió así, bajo la sombra de grandes que le permitían exhibir sus encantos y mantenerse vigente en los más augustos candeleros; el suyo era el talento de la buena fortuna, el del arrojo y la agilidad, de la astucia para estar con la República Española y con el franquismo, según fuera necesario, figurar como opositor y como miembro del equipo más cercano de Trujillo; el suyo era el sino del imaginario latinoamericano, el buen amante hispano que podía someter con el yugo dulce de sus encantos a las mujeres hermosas, poderosas y acaudaladas. Todo esto con el sazón de quien arriesgaba el pellejo de corazón y lograba escapar tanto de nazis como de su todopoderoso suegro, pero que se veía sometido por una noche de placer o una nueva aventura. Se convirtió, en cierta forma, en símbolo de su tiempo, de la impotencia y del poder de nuestro continente. Hoy, lo veo en la televisión y en las nuevas publicaciones sobre él y sobre su círculo, se nos aparece como el hábil sobreviviente de su tiempo, pero no como un modelo; se nos aparece más como una especie de fuga de la ficción a la realidad, pero ya no encaja con nuestros modelos de lo que consideraríamos virilidad o astucia política.

Aparentemente, fueron los hechos  los que echaron abajo la era interminable y perpetua de la Guerra Fría; a principios de los 80 pensábamos que aquello sería para siempre, que no habría otra lectura del mundo, pero, al mismo tiempo, se ensayaban nuevas formas de leer la realidad, algo a lo que algunos llamaron posmodernidad, otras formas de apreciar la relación entre libertades y democracia, entre poder popular y ejercicio pacífico de los derechos, iban a formar las bases para que un grupo de personajes como el papa Wojtila, Reagan, Tatcher y Gorbachov pudieran cerrar una etapa de la historia universal. Desde luego, la cuestión era que ningún cambio político podía hacerse realidad si no se convertía en un cambio cultural de fondo. No bastaba con echar abajo el muro de Berlín —el mundo de Rubirosa y de James Bond—, sino que necesitábamos construir nuevas palabras y nuevos conceptos que nos permitieran comprender ese mundo en el que nos estábamos aventurando.

Una magnífica producción de televisión me ha puesto sobre la pista de un héroe ajado por el tiempo y polvoriento de viejos olvidos; lo veo como un símbolo de lo que fue y me quedo con la envoltura vistosa de sus aventuras; volteo a mi alrededor y me fijo en que mi entorno se ha transformado, que estamos viviendo los días álgidos de un cambio que tomó tiempo cuajar y formarse; que no tenemos precisión de hasta dónde seremos capaces de llevarlo; que esta realidad que vivimos no tiene raíces en julio pasado o en la campaña presidencial que lo precedió; pero que sólo será fructífero en realidad si se convierte en cultura y deja huella si la trabajamos en temas como la construcción de una política cultural profunda, que fortalezca los discursos y transforme las costumbres. Un mundo en el que personajes como Rubirosa sigan siendo fascinantes por su colorido, pero seamos capaces de construir otros más duraderos, por su contenido.

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