Pensar en el mundo que vendrá
Los hombres de buena voluntad identifican a las culturas por lo mejor que generan; no pensamos en Alemania por el nazismo, sino por Goethe y por Günter Grass; no identificamos a España con Franco sino con Picasso; de lo contrario, la historia sería una suma inagotable de agravios y cuentas pendientes, una ristra enorme de ojos y dientes cobrados unos a otros desde que los primeros grupos humanos atacaron a sus vecinos
Yo no quiero identificar a Estados Unidos con Vietnam sino con Hemingway; sin embargo, en tiempos como los que corren, es difícil pensar que un cambio profundo se gesta en el país del norte, prefiero creer que se trata sólo de una corriente que procura esa transformación contra el espíritu de las libertades y los derechos humanos.
La imagen de los niños enjaulados, el llanto en las grabaciones, las historias de las familias separadas, me sigue resonando a pesar de que el Presidente de Estados Unidos haya dado marcha atrás y se estén procurando los remedios a esa situación tan desafortunada; la salida de aquella nación del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, por otra parte, puede corresponder a decisiones coyunturales de geopolítica internacional. Actuemos con buena fe, tal vez sólo sean situaciones temporales y que no constituyen una radicalización en la postura de la ideología del gobierno de aquel país. Digámoslo en las palabras de Shakespeare, “Bruto, es un hombre honorable”.
El momento se presenta complejo y difícil, la evidencia muestra una especie de golpe de timón hacia viejas políticas que creen en la supremacía, en la autarquía y en la idea de que la superioridad del Estado y su poder militar y económico le permitiría a Washington vivir aislado, solitario e imponiendo nuevas reglas en el mundo. Los hechos, al contrario, nos hacen pensar que no hay nada más lejos de la realidad; que hoy ningún país puede vivir sin contacto con las demás naciones, sin el concierto de los organismos internacionales y, sobre todo, sin consensos amplios al interior del seno de las sociedades.
Resulta tan difícil pensar que una cultura formada a base de mezclas étnicas y culturales de una complejidad increíble de pronto decidiera volver sobre sus pasos a las épocas más oscuras de su formación; como si se pudiera renunciar a Whitman y su canto por la muerte de Lincoln, a Thoreau y sus apreciaciones sobre la desobediencia civil y, ya en ese tenor, como si pudiera olvidarse que hubo un Martin Luther King que dejó la vida luchando por un sueño; vaya, pensando ya en quienes han enriquecido el diálogo más allá del Bravo, como si César Chávez no hubiera dejado un legado que está presente en la conciencia de las nuevas generaciones. Yo no quisiera dejar de ver en aquel país los símbolos de la Estatua de la Libertad, la frase inicial de su constitución y el derecho a la felicidad consagrado por “el buen pueblo de Virginia”.
Me parecen odiosas las comparaciones entre el centro de detención de los inmigrantes en Estados Unidos y Auschwitz; me parece que existen diferencias monstruosas entre ambos fenómenos, pero comprendo que el fascismo pudo florecer por el descuido de muchos, por quienes no vieron o no quisieron ver las señales de una transformación en el concepto de humanidad que amenazaba las libertades y los conceptos más elementales de igualdad y el hecho es que para que Franco, Hitler y Mussolini alcanzaran el poder con que golpearon a la humanidad, necesitaron la silenciosa colaboración de quienes prefirieron no decir nada y también la ilusión de quienes creyeron, entonces, que “no podía pasar nada”.
La presión internacional, sobre todo de la opinión pública y de los ciudadanos en Estados Unidos, en México y en todo el mundo tuvieron un peso efectivo sobre las decisiones del gobierno de Washington; las cosas se antojan diferentes, no estamos en la década de 1920; hoy, en todo el mundo, los ciudadanos tenemos formas de expresarnos de las que antes no gozábamos y hay un consenso labrado desde la Segunda Guerra Mundial, por el que los derechos humanos y la democracia se han convertido en el centro de la civilización universal. La tarea fundamental, para la nuestra y las próximas generaciones, es defender esos avances, por endebles y dudosos que nos parezcan.
Reviso el índice de los norteamericanos que han hecho historia, sólo para dar un ejemplo; el de economía de 1985, Franco Modigliani, nació en Roma y se afincó en Estados Unidos huyendo del fascismo; Leonard Bernstein, hijo de una familia ucraniana, fue el primer director de orquesta nacido en Estados Unidos reconocido mundialmente, y así podría seguir, en cada campo de actividad, pero sería ocioso, ya todos lo sabemos; lo que importa resaltar ahora y siempre es que los seres humanos no podemos ser declarados ilegales, que sólo somos seres humanos y que cada uno de nosotros es la semilla de un diálogo cultural; insistir en que lo que hizo posible que el Imperio Español del siglo XVII se convirtiera en una explosión de culturas en cuatro continentes, fue su tolerancia y su pasión por el mestizaje y, en fin, que como dijo Alfonso Reyes, si en la naturaleza nada se encuentra en estado puro, menos aún en el mundo de la cultura y de lo humano.
No quiero pensar que algo se pudre en Estados Unidos, tampoco en México ni en Europa; sólo quisiera creer que estos son los últimos estertores de una cultura de odio y segregación que soportamos por siglos y que ahora no puede mantenerse de pie porque la civilización de la migración, el intercambio y la multiculturalidad no tiene vuelta atrás.
Escritor. Investigador SNI
Twitter: @cesarbc70
