Nuestros niños serán una generación crecida en el miedo
El encierro se quedó en nosotros porque la confianza en las cifras oficiales se perdió muy al principio de la cuarentena y andamos a ciegas, cuidándonos como mejor podemos como porque aprendimos a vivir en la caverna, mirando los medios electrónicos y digitales, contradictorios y alarmantes.
El miedo es mal consejero, lo lleva a uno a hacer cosas irreflexivas, a cometer errores en los que no incurrimos cuando estamos serenos; magnifica los riesgos y oculta las oportunidades; Napoleón decía que la única manera de vencer era inspirar miedo en el oponente y hoy, tenemos mucho miedo. El encierro se quedó en nosotros porque la confianza en las cifras oficiales se perdió muy al principio de la cuarentena y andamos a ciegas, cuidándonos como mejor podemos como porque aprendimos a vivir en la caverna, mirando los medios electrónicos y digitales, contradictorios y alarmantes. Nuestros niños serán una generación crecida en el miedo, en el temor permanente porque este fenómeno vuelva a ocurrir y que de nuevo tengan que pasar por este martirio.
Miedo por las cifras de muertos de terror —suicidios, depresivos, desesperanzados—, de bala, en una creciente ola de violencia delictiva y la política que no se reconoce; miedo a la falta de rumbo porque nadie tiene claro el plan de salvamento después de la contingencia y tal parece que el plan “sálvese quien pueda”, acompañado de su corolario “rásquese con sus propias uñas”, va tomando forma. Miedo a la impericia política que vuelve sobre un lema que de gastado y viejo a los mexicanos ya nos sabe a letanía: “yo o el caos”.
Sin embargo, como el sufrimiento, el miedo tiene sus límites. Cuando se supera la barrera del miedo nace un demonio peculiar, la ira. El que vive aterrorizado acumula tanta energía vital que al salir de su encierro rompe todo cuanto encuentra a su paso, es lógico, necesita aire, espacio para volver a vivir. Ése es el extremo con el que nunca cuentan los estrategas del terror porque es un límite muy difícil de calcular porque nadie puede saber qué es lo que va a hacer saltar los límites por los aires, ahí tenemos Colombia, por ejemplo.
Yo, que soy un simple observador armado con alguna cultura que me he labrado con las décadas, que tengo una pluma y un papel y dos ojos entrenados para observar, tengo claro que estamos cerca de romper las barreras del miedo, nadie se quedó dócil con la tragedia del Metro y las críticas en cascada contra el ejercicio del poder no son cosa de la prensa, sino voces generalizadas que migran de clases sociales y de lealtades políticas; todas las mañanas nos levantamos con el triste sentimiento de que, “ahora sí, algo va a pasar” y no tenemos la confianza en que cuando eso pase habrá una autoridad con las agallas y la astucia suficiente para detenerla.
Llevo muchos años también dedicado a un sector raro, difuso, al que convenientemente ningún gobierno ha dado forma ni cauce; me refiero a la cultura; nadie ha aprovechado la pandemia con mayor maestría para desaparecer del escenario que la Secretaría de Cultura y ningún sector se ha mantenido vivo con tan poco dinero, tanta imaginación que el creativo, sosteniendo por sí mismo, buscando los poquísimos recursos que quedan y logrando circuitos —reales y virtuales— entre todos los miembros para seguir haciendo espectáculos, publicando libros, produciendo cine, radio y televisión; volviendo al trueque y al arreglo amistoso, en fin, sobreviviendo.
Pero será ese sector el que tenga que escribir la memoria de estos tiempos, el que dé significado a los miles y miles de muertos por todas las causas, el que tenga que poner en papel cómo los ciudadanos, una vez más y tal vez para siempre, tuvimos que volver a hacer el trabajo de los políticos para salir adelante; cómo las clases medias nos las ingeniamos para vivir con ganancias marginales mientras que los grandes capitales y los partidos políticos, sin saber cómo ni cuándo, tuvieron que enfrentar el miedo que ellos mismos causaron y que luego no supieron controlar.
