Lo que antes solía ser

Ahora resulta que el derecho no es lo que solía ser; los abogados escriben libros sobre lo que opinan otros que no son juristas, los presentadores de libros jurídicos se presentan sin corbata y con alegatos a favor de esta nueva manera de ser en el mundo del derecho y ...

Ahora resulta que el derecho no es lo que solía ser; los abogados escriben libros sobre lo que opinan otros que no son juristas, los presentadores de libros jurídicos se presentan sin corbata y con alegatos a favor de esta nueva manera de ser en el mundo del derecho y hasta hay quien propone que el derecho es, también, parte de las narrativas y de los fenómenos culturales de la sociedad. Cuánto hemos cambiado, ya nada parece ser lo que era y qué bueno.

Durante siglos fue una tradición el que todo aquel que no quisiera ser abogado se inscribiera a una escuela de derecho; quiero decir, que todos aquellos que tenían inclinación por la literatura, la diplomacia, la filosofía o las humanidades, en lugar de recurrir a su respectiva escuela o facultad, se inscribía en la escuela de derecho, de modo tal que, en el mejor de los casos, aprendía un oficio para vivir, al tiempo que aspiraba a acercarse al auténtico objeto de sus pasiones.

Hoy el fenómeno se ha invertido; por un lado, en la medida que las antiguas carreras que entonces no eran convencionales: filosofía, letras, artes o política, gozan de mayor prestigio, remuneración y reconocimiento social, los lugares que antaño ocuparon estos personajes están siendo ocupados por otra generación de estudiantes de derecho que, en efecto, sí que quieren estudiar la profesión, incluso ejercerla en su modalidad liberal, pero que no ven el mundo del mismo modo que sus antecesores, para esas nuevas generaciones el derecho se ha convertido en uno más de los mecanismos para entender el mundo y ha dejado de parecer una sacramental forma de control.

Hoy, cuando nos ha dado por tomar por asalto las instituciones, por meter al debate la legitimidad de aquello que la ley ya ha legitimado, esta presencia de ánimo de los abogados podría ilustrarnos un poco; primero por su ausencia de miedo frente a la verdad y su valor para afirmarse donde aparece el fantasma de lo políticamente correcto, es decir, su fidelidad a la realidad y su apreciación a través de valores socialmente apetecibles; en un mundo donde la tolerancia se parece a la indiferencia y donde todo parece dar igual, hay que perder el miedo en decir que hay cosas que no se pueden tolerar —por mucha práctica cultural que nos parezca, como el discurso de odio, el feminicidio, la propia intolerancia—; porque tenemos un legado precioso de libertades y derechos que debemos preservar y acrecentar para las nuevas generaciones. Pero, en nuestro entorno, la falta de respeto por los esfuerzos de los ciudadanos, por la libertad de expresión, merecen también una reflexión similar. Deberíamos preocuparnos más por el fondo de las cosas que por su justificación formal, es decir, ubicar un problema social, político, económico, una controversia, en fin y percibir un valor de fondo que debe ser satisfecho y buscamos en el ordenamiento jurídico el mecanismo más adecuado para lograr dicha satisfacción, al contrario del modelo formalista que suponía que la realidad podía corregirse tan sólo reformando las normas, cuando lo que necesitamos es reformar nuestros prejuicios.

Mi abuela decía que no se puede hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos; claro que tenía razón, no quiero pensar que los ciudadanos queremos que el gobierno, ni éste ni ninguno nos haga felices llevándonos del país de nunca jamás, dejarnos descansar en el país de las maravillas, darnos una vuelta por Shangri-La y, para rematar, invitarnos a cenar en las Islas afortunadas; lo que queremos y necesitamos, ahora más que nunca, es que si la realidad ha superado las expectativas del Estado, si sus recursos materiales y humanos no alcanzan para domar este mundo adverso, entonces, los ciudadanos movilicemos nuestras fuerzas para culminar lo que ya estamos haciendo, crear nuestras pequeñas economías ahora de sobrevivencia y luego de desarrollo; implementar el liderazgo para las ideas y las expresiones que forman nuestra cultura contemporánea, porque si no podemos escuchar un discurso ordenado, que seamos nosotros los que podamos crearlo y expresarlo.

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