Leer la Cartilla
Llevo más de la mitad de mi vida leyendo, estudiando y promoviendo la obra de Alfonso Reyes, a ella he dedicado gran parte de mi pasión lectora y de mi vocación literaria, la he compartido, anotado y divulgado, pero jamás pensé, ni por asomo, que alguna vez tuviera que defenderla; nunca creí que hubiera nada que defender en una obra que se basta a sí misma.
A partir de su difusión he escuchado ataques variopintos, de los más distintos pelajes, si se trata de un proyecto de ideologización, si es una invasión de la moral cristiana en una sociedad laica, si esto o lo otro, pero advierto, la he leído varias veces, que es en realidad un recuento de los valores que nos permitieron evolucionar como cultura en occidente y un compendio de recuperar el sentido de colaboración humana, cívica, ciudadana y fraternal. No más que eso.
Hace unos días, respecto al tema, la evidencia salió a darme un empujón. Sucede, coincidencias de la vida, que soy hidalguense, de Nopala de Villagrán, no muy lejos de Tlahuelilpan. En esa región del país se hunden mis raíces desde quién sabe cuándo, conozco la zona y la explosión de la semana pasada me pega en serio, en lo personal y en la memoria, y me hace pensar que, en efecto, algo tenemos que hacer con ese concepto difuso y difícil, a veces inaprensible, que se llama moral pública y si en ello hace daño difundir a quien se puede considerar uno de los más grandes escritores en lengua castellana.
Lo que veo en las imágenes horrendas de Tlahuelilpan es un amargo, terrible debate fáctico entre el binomio ignorancia-pobreza, frente a otro, incuria-ambición. Veámoslo así, por ambición se corrompen funcionarios y autoridades, pero por ignorancia se acude a un manantial de gasolina de alto octanaje a recogerlo en cubetas y jarras; por ambición e incuria se quebranta un ducto de combustible y se le abandona en esas condiciones; por ignorancia y pobreza se hace acompañar alguien por su hijo de trece años equipado con nada a respirar gases tóxicos; por incuria y ambición se combate a las fuerzas federales y se abandonan los cadáveres de los sicarios y los ejecutores; por pobreza e ignorancia se hace frente a un cuerpo de Ejército, como si se tratara de un botín legítimo, y luego se hace el calvario de recuperar los cuerpos de los muertos y a seguir la suerte de los heridos y, al final, por ignorancia e incuria, se pretende no ver que, en el fondo, sí se trata de un problema también de moral pública.
Cualquier historiador podría afirmar que aquello que destruyó a la República, a la monarquía y al primer Imperio en Roma fue la decadencia de la moral pública, es decir, el sentido de que en una sociedad, lo que hacemos más allá de lo estrictamente jurídico, afecta a los demás y que tenemos que pensar y sentir con los otros, respetar las normas que son para todos; lo mismo con el Ancient Régime en Francia, con la monarquía antes de la proclamación de la Segunda República Española; ejemplos hay muchos, cuando se nos olvida que somos sujetos en sociedad y que vivimos en una simbiosis inevitable con nuestros conciudadanos. El problema del huachicoleo pasa por esa situación, afecta algo que nos corresponde a todos, la conciencia de que hemos olvidado y dejado para siempre después que sólo en el equilibrio de los valores podríamos encontrar soluciones de fondo.
Quien obsequia a otro un buen libro nunca se equivoca; quien le da a otro la oportunidad de conocer una obra literaria que luego puede comprender, debatir y combatir incluso, no se equivoca; porque no hay defecto en mirarnos de cuerpo entero, con nuestras virtudes y nuestras deficiencias y pensar qué ha salido mal, cuál es la raíz de nuestra violencia y nuestro malestar en un México donde hay quienes confunden ignorancia, incuria, ambición y pobreza para politizar y lanzarnos piedras cuando deberíamos confluir con argumentos.
La Cartilla Moral no es una obra clave en la reflexión que Reyes llamó, en busca del Alma Nacional, en ese tenor tiene otras obras como Andrenio, perfiles del hombre o Atenea política, esta última a la que Carlos Fuentes calificó como una carga de dinamita a largo plazo; la Cartilla es un pequeño tratado de introducción a la ética de los valores, a la moral pública, un llamado al conocimiento del sujeto y su inserción en la sociedad. Todo ello escrito en un momento en que México, saliendo del fragor revolucionario, anhelaba construir un proyecto social y político que redefiniera nuestra identidad y nuestra conciencia. A ello se leen por ahí ataques que van desde el hecho de que se quiere imponer un texto “cristiano de izquierda” hasta quien lo llama “panfleto mocho”; no sé cuántos lo leyeron antes de calificarlo, pero sí hay que decir que no veo en Aristóteles o en Platón epítetos como esos ni en Reyes ninguna ambición política e, insisto, en el hecho de difundir un libro que es parte de la reflexión sobre nuestra identidad que lleva ya casi 200 años.
No quiero pensar cuántos escenarios más como los de Tlahuelilpan nos faltan para comprender que sí, en efecto, la moral pública es un tema que existe y que atañe al gobierno, a las entidades educativas y a los ciudadanos, sobre todo a nosotros y que, si no nos ponemos a debatirlo, si seguimos pensando que todo son jugarretas políticas, artilugios legales y batallas de oficina, entonces lejos seguirá quedando aquello que anhelaban Alfonso Reyes y los hombres de su generación, según palabras del propio regiomontano: “Yo también me traigo mis intenciones secretas de convertir a mi México en una nueva Atenas”.
