Las navidades según Dickens

A los cincuenta años uno se siente con derecho a hacer un pequeño recuento de las navidades que ha vivido, no porque en sí mismas representen algo para alguien que no sea yo mismo, sino porque son un reflejo del tiempo en que viví y del mundo que me rodeaba; un ...

A los cincuenta años uno se siente con derecho a hacer un pequeño recuento de las navidades que ha vivido, no porque en sí mismas representen algo para alguien que no sea yo mismo, sino porque son un reflejo del tiempo en que viví y del mundo que me rodeaba; un memorial, recordando a Dickens y lo que durante algunos años, cuando la televisión era la dominante en las comunicaciones, se nos presentaba como varias películas distintas, de varios años y diversos actores, sobre la Canción de Navidad; los espectros de las navidades del pasado, del presente y del futuro que ahora me acompañan tirando estas líneas para ver cuánto hemos cambiado y jugando a la nostalgia hacer una suma del torturado fin del siglo XX y del no menos agraviado principios del XXI.

Alfonso Reyes decía, con acierto, “no recuerdo haber nacido” y mis primeras navidades las recuerdo ya en Ciudad de México, es decir, en el Distrito Federal de Chava Flores a finales de la década de 1970. La misa en la parroquia de San Francisco de Sales, pequeña y acogedora a la que llegábamos caminando porque distaba unos 500 metros de nuestro departamento en Lomas de Sotelo, las dos cenas, una preparada por mi madre y a la que tenían acceso los adultos —ya se sabe, el bacalao con la receta de mi abuela y de la que ahora soy feliz heredero, romeritos y una mítica ensalada de manzana que no sé si alguien comió alguna vez— y para los niños el pollo frito del coronel de la barbita porque resultaba, creo, más barato y se evitaba el desperdicio, conforme pasaban los años y cuando uno así lo pedía, sin ceremonia uno podía cambiarse de mesa; mi abuela materna, la de las frases sabias que cito aquí con frecuencia, mi madre, mi padre, mis cuatro hermanos y antes de la misa la visita del hermano de mi madre con sus hijas. Días antes, el paseo por las calles del centro para ver el alumbrado público, el Santaclós gigante en Madero enfrente de la tienda de Salinas y Rocha y de la Foto Regis, todo aquello que se llevó el terremoto de 1985; la selección y el debate entre mi hermano y yo para elegir el Santa para la foto, que como nunca llegaba a acuerdo, seleccionaba, salomónica mi madre. Nunca tuve una Navidad de infancia que no fuera feliz y aunque tuve la mala cabeza de dejar de pedir juguetes hacia los nueve años para pedir libros, nunca me llegó la Enciclopedia Británica porque, yo no lo sabía, costaba tanto como un coche compacto, pero cena y regalos siempre hubo y si teníamos conflictos familiares nunca me enteré porque reinaba una tregua navideña siempre irrompible y siempre duradera al menos de unos días. Mi padre en casa y, aunque no lo sabía, en las navidades del año 76 y del 84, ensombrecidas por las crisis económicas, pero mi padre tenía la certeza de saber para dónde debía correr al año siguiente, algo que, ya se ve, es algo que hoy no tenemos, como no tendremos cena lucidora para muchos por no contagiarnos ni contagiar a nadie ni abuelas cariñosas porque ya han partido aunque mis hijos sí gozarán de esa fortuna.

Luego vinieron las navidades de adolescente, ya sin Santa ni foto de Alameda, entonces no sabía cuánto las había extrañado y nos metimos en la comparsa de las compras con las magras ganancias de lo que habíamos juntado algunos de los hijos o los que habíamos trabajado en algo durante el año y siempre ante el pasmo azorado de mis padres que nunca supe como hicieron para lograr el milagro de la multiplicación de los panes y que todos tuviéramos lo que más o menos queríamos y éramos entonces una familia clasemediera y trabajadora que aspiraba a más y que parecía que iba a lograrlo. Tuvimos entonces un Santaclós judío, un hermano entrañable, Pepe Serur, quien es un magnífico fotógrafo residente ahora en París, y que entonces, invitado siempre, repartía los regalos en una fiesta alegre y feliz sin mayores incidencias, ya no había pollo frito, el tío ya no venía y se hablaba de novias y mis hermanos mayores se fueron de casa. Y mis padres tenían esperanzas de un año mejor y de que tendríamos las cosas que habíamos soñado; hoy no habrá cena con invitados, aunque sí los platos tradicionales que aprendí a cocinar entonces, y esperanza siempre, pero, esta vez, con el desencanto de no saber para dónde vamos ni por dónde caminamos.

Y las primeras navidades con mi esposa, hará ya de eso sus buenos 26 años, las primeras ilusionadas y que ante la tardanza de la llegada de los hijos se fueron entristeciendo y convirtiéndose en viajes y en todo caso algunas veces ya fuera de casa; por fin las primeras navidades con los hijos y vuelta a repetir el ciclo, ya sin Alameda porque ya no se usaba, sin pollo frito porque habitué a los míos a sabores complicados desde muy chicos y siempre la esperanza de que ese año, sí, ese preciso año iba a ser el bueno y sí, crecimos. Pero esta Navidad confinados, no en la paz de los desiertos como decía Quevedo, sino en la tersa claridad del semáforo rojo que no quiere ser naranja, los veo felices por tener familia y yo lo estoy con ellos, porque esta Navidad lo que he aprendido es que lo único que vale es la fuerza que podamos proporcionarnos, que más allá de lo que el gobierno quiera o le parezca, los mexicanos no somos un pueblo luchador ni combativo, ¡qué va!, somos el pueblo de la resistencia necia, omnipresente, por eso persistimos y seguimos. Más allá de gobiernos, de nuestras contradicciones y nuestros desencantos.

Felices fiestas.

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