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Las cenizas de Occidente

César Benedicto Callejas

César Benedicto Callejas

 

No soy el primero ni el mejor que elevará un réquiem por la catedral de Notre Dame; muchos lo han hecho ya, y otros lo harán con mejor fortuna; tampoco haré un recuento de mi relación personal con el monumento porque es irrelevante y porque, en estos casos, la tragedia sirve de lucimiento para las pequeñas famas que tanto daño van haciendo en la convivencia cotidiana. Pienso más bien en la relación de todos con nuestra cultura, la que sale de nuestras fronteras, de esa pequeñísima y al mismo tiempo gigantesca nota de identidad de algo que se nos escapa todo el tiempo, que difuminamos y que a veces negamos voluntariamente, esa forma del ser en el mundo a la que le llamamos cultura occidental. Mientras caía la aguja de la catedral tenía en mente que no era parte del diseño original del templo, que se trataba de un añadido ni siquiera tan antiguo, apenas decimonónico, y digo apenas si se le compara con los casi mil años del resto del edificio, pero, al mismo tiempo, sabía que algo se estaba perdiendo para siempre.

Nuestra noción de velocidad, de omnipresencia y atemporalidad, tan en boga en nuestros días, nos ha robado la sensación de pérdida y, por lo tanto, la de valor; como todo puede ser repuesto por una imitación, tan buena o mejor que el original, resulta que nada se pierde y todo se transforma; nada vale lo suficiente para ser conservado si puede ser sustituido por algo más efímero, más moderno y más barato; pero, en el fondo, sabemos que algo se nos ha ido, algo que es también nuestro, aunque nunca lo hayamos tocado o visto personalmente, eso se llama identidad, memoria colectiva e imaginario. Se pierde aquello que no se puede imitar, una especie de espíritu de las cosas muy antiguas que nos dicen que hemos estado aquí, como cultura, más allá de nuestras peculiaridades regionales e individuales por mucho tiempo.

Independientemente del carácter religioso del monumento, lo que veo es cómo un relicario que conservaba vestigios de nuestros antepasados se ha ido presa de las llamas, y me pregunté, así, como mexicano, si los romanos, los galos y los franceses habían sido mis antepasados; a mí que no me une más que el cariño y la admiración y he tenido que concluir que sí, porque fueron esos pueblos los que, desde hace siglos, construyeron la idea de persona, de democracia, de derechos universales, de derechos humanos y de libertad de expresión; esos son los valores a los que llamo occidentales y que, para muchos, parecen desfasados, anticuados, excluyentes o intolerantes.

Como todos los seres humanos, nos guste o no, sepamos quiénes fueron o no, tengo dos padres —padre y madre, pero emplearé el uso tradicional del lenguaje que es más económico y no fatigaré al editor de este artículo, que mucho hace y bien poniéndola al alcance del amable lector—, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y así hasta un número inconmensurable si me deslizo hasta la Edad Media y a todos ellos debo algo, si hablo español, vivo en una comunidad católica, mis ojos están entrenados al arte de mi cultura y mis oídos a la música del mariachi y también de Bach y de Elvis Presley, ¿por qué no serían ellos también mis antepasados culturales? Eso es lo que llamamos Occidente, eso es lo que se perdió al arder Notre Dame, notas culturales, pequeñas señas de identidad que me permiten, cuando tengo oportunidad, entenderme con un portugués y con un rumano; que me hacen capaz de disfrutar su literatura y su escultura y que me permiten situarme en el mundo como parte de la cultura que inventó el alfabeto a partir de su raíz griega, los derechos individuales a través de su raíz romana, la compasión y la piedad a través de su elemento judeocristiano; que se enriqueció con los 500 años de presencia árabe en España y en Europa central, que se volvió magnífica e inconmensurable al asimilar la estética y la sensibilidad de los pueblos indígenas de América, que adquirió sensualidad y placer en los sones negros del Caribe y África, con resonancias incluso en el flamenco.

Nos ha dado por avergonzarnos de nuestra cultura, la encontramos patriarcal y excluyente, la apreciamos intolerante y perversa, nos da pena defenderla; pero hay que ser claros, la identidad cultural es más que la situación actual del mundo y más que nuestros defectos temporales, es la manera en que leemos la realidad y si los occidentales podemos caminar hacia la tolerancia democrática, hacia la libertad de expresión irrestricta, hacia la destrucción del machismo y la violencia a las mujeres, es porque tenemos un gen cultural que ha nutrido a la civilización occidental desde sus orígenes: nuestra infinita capacidad de preguntarnos todo a cualquier precio, una capacidad que se traduce en una falta de respeto por los dogmas, es decir, por una necesidad de cambiar para mejorar, para ser más libres; por eso no tememos a las revoluciones y por eso cayeron cabezas coronadas y sistemas políticos enteros. Todo porque somos libres y somos occidentales. Ojalá no lo olvidemos.

 

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